jueves, 23 de julio de 2015

La mujer de la arena de Kôbô Abe.








             Es la historia de un entomólogo, Jumpei, que, buscando un nuevo espécimen de insecto, queda varado en una aldea perdida en las dunas de una playa. Mediante un engaño, Jumpei es retenido contra su voluntad en la casa de una viuda en el fondo de un pozo, obligándolo a  trabajar a su lado paleando arena.

             Como toda obra literaria de calidad, La mujer de la arena tiene múltiples interpretaciones y sentidos. Veamos sólo algunas de ellas. De manera casi directa nos enfrentamos a una dicotomía entre la mente analítica del maestro y la pulsión y el instinto de la mujer; o entre la razón, simplificadora de la naturaleza y la complejidad de los fenómenos naturales. Partiendo de ello encontramos otras confrontaciones más: entre lo simple y lo complejo, la ciudad y el campo (en este caso una aldea en la playa), la palabra y el acto, el capitalismo y el comunismo, lo artificial y lo natural, el orden y el desorden, la contención y el desbordamiento, lo letrado y lo vital experiencial, la seguridad y la incertidumbre, lo predecible y lo impredecible, lo estable y lo inestable, el tiempo cronológico y el tiempo cíclico, lo vertical y lo horizontal, el espacio estriado y el liso, entre lo apolíneo y lo dionisiaco, el sedentarismo y el nomadismo, la teoría frente a la práctica, la civilización y la barbarie. Cualquiera de estas contraposiciones son materia de un análisis en la obra. Veamos la de la palabra y el acto y su relación con la libertad:

            Jumpei sale al desierto en busca de algún escarabajo, que en japonés quiere decir: “portador de letras”, aún sin descubrir. Y como “portador de letras” que es, llevar el nombre de Jumpei en letras cursivas, pasando así a la Historia de la Ciencia. El nombre científico de un insecto como signo de una Identidad “con mayúscula” que reemplace su vida gris e insignificante de maestro frustrado de escuela, donde siente que ya no tiene nada que enseñar a un grupo de alumnos apáticos y groseros. Es de tal significación la palabra en la novela que nunca sabemos los nombres de ninguno de los personajes hasta la última página, donde se lee el nombre del maestro en la notificación oficial de su desaparición. Es también significativo el que haya muy pocos diálogos a lo largo de la novela, y muchas preguntas sin respuestas; lo que sabemos de la historia es el monólogo interior del maestro, sus pensamientos, sus anhelos, y toda la situación que está viviendo. Siendo él un gran lector, un estudioso de la ciencia, conforme va pasando el tiempo dentro del pozo, va perdiendo la palabra poco a poco hasta llegar al punto de no querer leer. Sólo recupera la palabra cuando hace un descubrimiento que lo va a liberar tanto física como espiritualmente. Empezará a escribir en un cuaderno su teoría y los experimentos a probar; ríe, canta, se dinamiza después de haber vivido una existencia en el límite. Precisamente en este juego entre el saber científico y el “saber” de la naturaleza es que se da el  descubrimiento; en este encuentro el hombre descubre su verdadero sentido y valor. No ha descubierto un nuevo espécimen de escarabajo como el quería, pero ha descubierto algo mucho más valioso en ese desierto marino: cómo sacar agua de la arena, conocimiento que pronto compartirá con la gente de la aldea. A través de este descubrimiento recuperará su verdadera vocación de maestro, con algo que decir y con un público ávido de ese conocimiento.
            El absurdo racional cientificista de que en la arena se puede encontrar agua y que define al maestro recién llegado al pozo de arena, prefigura la realización de ese absurdo al final de la novela: el descubrimiento de que en ese desierto se puede obtener agua. Este es el diálogo entre el maestro y la mujer cuando recién se conocen:

–– Pero ¿no es extraño decir que la arena pudre las vigas? [el maestro]
–– No; la arena pudre. [la mujer]
–– Pero la arena es esencialmente seca, ¿sabía?
–– De todas maneras se pudre… Si usted deja allí un calzado de madera, en medio mes se echa a perder. Dicen que disuelve las cosas, y debe ser cierto.
–– No entiendo.
–– La madera se pudre, pero junto con la madera, también se pudre la arena… He oído decir que de una casa que ha estado enterrada en la arena, sale tierra fértil como para que crezcan pepinos en las tablas del techo.
–– ¡Imposible! ––exclamó violentamente, con una mueca––. ¿Sabe? Yo algo sobre la arena.
–– Le explicaré. La arena […] es un sinónimo de pureza y de higiene. Tal vez tenga una función preservativa. Pero es descabellado pensar que pudre las cosas. Y más aún, mi querida señora, que la arena se pudre… ¡Por favor! La arena es un respetable mineral.
Ella se puso tiesa y guardó silencio. También el hombre, como si tuviera prisa, comió en silencio […].

(p. 33 y 34. El subrayado es mío)

                  
            En este diálogo podemos encontrar todos los elementos antes descritos. Veamos la postura del entomólogo, la racionalidad hablando. Lo que sabe el maestro lo sabe porque lo ha estudiado en los libros, es la teoría. Tiene un conocimiento teórico. Conocimiento que viene de la palabra. El discurso científico es reduccionista siempre, simplifica la realidad, usa fórmulas y mapas para representarla. Ve la realidad a distancia, desde fuera para asimilarla. La postura de la mujer es la del conocimiento fruto de la experiencia, ella no ha leído las teorías sobre la arena, lo que sabe lo sabe por experiencia propia. Vive la realidad en su complejidad. Lo que es evidente para ella, para él es imposible pues no entra dentro de su horizonte de expectativas de lo que “es” la arena. Cuando se enfrentan dos posturas contradictorias o visiones del mundo distintas, deviene el silencio y se rompe el diálogo. No hay nada que decir porque el otro no escucha. El silencio abre un abismo como el pozo de arena que los rodea. La palabra se vuelve arena entre las manos del maestro y se le escurre, pierde su poder. Sólo cuando el maestro descubre la bomba de agua, es decir, cuando une la acción (el conocimiento producto de la experimentación) y la palabra (conocimiento producto de la teoría) para crear algo completamente nuevo que no pertenece ni al mundo natural ni al teórico, es que recupera su humanidad, su alegría, y el encuentro genuino con la mujer de la arena que representa a la naturaleza.
Cuando el maestro busca liberarse usando la razón únicamente, la arena lo doblega una y otra vez: por ejemplo, cuando trata de salir escalando el muro de arena o cuando construye una escalera rígida con tablones de madera podrida.
                  Sólo cuando usa la razón y la experiencia juntas logra liberarse. En la novela vamos a encontrar dos momentos en que logra dominar a la naturaleza, uno parcial y otro total: en el primero, construye una escalera flexible hecha de cuerdas y nudos con unas tijeras en uno de sus extremos; y en el segundo, descubre la bomba de agua. En el primer caso logra una libertad parcial en el sentido que su liberación es únicamente física, de movimiento, con la posibilidad siempre abierta de que lo vuelvan a atrapar como sucede en la novela. En el segundo caso logra una libertad total al alcanzar una liberación interior.

   La mujer de la arena, metáfora del ser humano que busca el equilibrio entre lo femenino y lo masculino de su naturaleza; entre lo apolíneo y lo dionisiaco que lo centra en el mundo y al mismo tiempo lo libera en un movimiento ondulante como la arena.    



Kôbô Abe, La mujer de la arena. 1962. Madrid: Ediciones Siruela, S. A., 3ª. ed., 2008.

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