viernes, 17 de agosto de 2012

"Malena en ...". C. XVI: Curiosidad.


Cuadro 11.

Niña en la playa.

Tengo seis años y no encuentro un cuadro que me hable de tu infancia. No veo a la niña Varo más que en la prodigiosa imaginación de tus cuadros.  Creo que ya lo había dicho antes, y por eso antes recurrí a Kahlo.  Ahora voy a buscar un cuadro que hable de mi curiosidad infinita y de algo relacionado con ello: el misterio de todo lo que tiene que ver con el SEXO. Se trata de Niña en la playa de Salvador Dalí, un contemporáneo de Remedios Varo.  Es un cuadro extraordinario que expresa lo que siento frente a estos misterios: una especie de conmoción, de éxtasis, de un silencio que no quiere perturbar por ningún motivo ese momento. Una niña en la playa levanta el manto del mar por una de sus puntas para observar lo que está bajo su superficie. Un acto prodigioso, tan discreto y silencioso que la niña flota en el aire, su sombra es una mancha unida a la sombra del mar sobre la arena. Un perro duerme tranquilamente en el fondo. Una roca puntiaguda, que también está flotando,  sobresale de la superficie  y el mar se pliega a su alrededor. La niña sostiene en su mano izquierda un caracol, símbolo sexual femenino. El pintor dice que es él a la edad de seis años cuando creía ser una niña. Aunque no se ve el sexo del perro, Dalí coloca la cola del animal entre sus patas traseras semejando un falo. El perro representa la sexualidad suspendida de un niño que todavía no alcanza a comprender esa potencia,  pero que la presiente. La niña tiene curiosidad y levanta el manto marino para echar un vistazo a esa sexualidad presente,  pero dormida.  Manto marino o pedazo de tela que cubre los genitales: calzones, calzoncillos, trusas, nombres que no me gusta decir porque se oyen mal, prefiero decirles: “chones”, lava tus chones, ponte los chones, ¿trajiste los chones?  El misterio escondido bajo ese pedazo de tela que cubre el sexo, las mujeres, una raya, los hombres, una tripa. Vamos a jugar al doctor. Pero en el juego del doctor sólo se ven las pompas. Las pompas de los niños y de las niñas son iguales, ¡por atrás no hay diferencia alguna! No importa, lo emocionante es el protocolo del juego, lo prohibido: el placer de ver al otro desnudarse, bájate los chones, el placer de herir con el dedo simulando una jeringa (en venganza por los piquetes que recibimos de verdad), auch, y el placer del que recibe el piquete y se siente observado. Voyerismo, exhibicionismo,  sadomasoquismo, así lo han calificado los médicos-sacerdotes-iglesias para volver anómalo el flujo natural de lo placentero. Pero no quiero hablar de este juego sino de algo más emocionante porque implica a lo sagrado: a los santos, a los ángeles, a las vírgenes y a los cristos. Y es que a mí me intrigaba enormemente saber si las esculturas que estaban en las iglesias tenían chones. Yo las veía con sus mantos, sus trajes, sus zapatos, sus tocados, pero, ¿les habrían puesto calzones?  Por supuesto que no podía preguntar a nadie semejante asunto, porque en la pregunta estaba la culpa,  por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Así que decidí averiguar por mi cuenta. Cada vez que iba a misa los domingos, en lugar de poner atención al padre, me la pasaba viendo a los santos en sus pedestales, pues si tenía alguna posibilidad de encontrar una respuesta a mi pregunta, sería con ellos y no con las vírgenes y los cristos, pues éstos estaban cerca del altar o dentro de vitrinas. Aunque trataba de eludir la interrogante con todas mis fuerzas, era como si los mismos santos pusieran la pregunta en mi cabeza, ¿crees que tengo o que no tengo?  A pesar de que estas esculturas eran, en la mayoría de los casos, espantérrimas, a mí, me hipnotizaban por lo horribles, y yo siempre las veía y las veía, y cuando pasaba a su lado, les trataba de “ver desde abajo”, pero nunca lograba ver nada. ¡Qué frustración! No me quedó otro remedio que buscar otra manera de enterarme: tendría que alzarles el vestido. Pero eso era algo super arriesgado, porque las iglesias nunca estaban solas: mínimo, siempre había dos o tres viejitas rezando el rosario aunque no hubiera empezado la misa, y seguro se habrían puesto a gritar como locas si hubieran visto a alguien acercarse a verle “por ahí” a los santos, y yo les tengo miedo a las viejitas histéricas, le tengo miedo a los padrecitos, le tengo miedo a la gente grande. Tendría que buscar la forma de hacerlo cuando nadie me estuviera viendo.  Llegué a la conclusión de que si tenía alguna posibilidad de hacerlo, sería con los santos de la entrada,  porque los de en medio y los de enfrente, ¡eran imposibles! La parte de atrás de la iglesia ofrecía,  por lo tanto, el único lugar para realizar la investigación, y el san miguel, el más adecuado porque usaba una faldita corta. Había, sin embargo, algunos inconvenientes, como el hecho de que casi toda la gente que asistía a esa iglesia eran vecinos de la colonia, y por lo mismo, me podían reconocer. Pero no tenía opción.                                                                                     Todo planeado y con la firme intención de realizarlo al siguiente domingo, esperé impaciente.  Lo que más me preocupaba era que me cacharan:  no sólo me tenía que cuidar de los que estaban sentados cerca del santo, también de los que llegaban tarde, de los que se quedaban atrás para salirse a fumar por si se ponía aburrido el sermón, de los que se iban a confesar a última hora, porque si no, no podrían comulgar, de la típica viejita que se acordaba a media misa de prenderle una veladora al santito, del sacristán que luego anda que va y que viene aunque no haga nada; en fin, las posibilidades de que alguien pudiera verme eran inmensas pero mi curiosidad era más grande. Del padre no tenía que preocuparme porque era el tiempo en que estaba vuelto de espaldas. El tan esperado domingo llegó, y mientras mi familia se acomodaba en una de las bancas de la iglesia, le dije a mi mamá que iba por agua bendita, y caminé hacia la entrada de la iglesia.  Mojé los dedos en la pila del agua e hice la señal de la cruz comenzando por la frente, pensando que infringía un doble sacrilegio: primero porque mi verdadera intención no era la de bendecirme, y segundo, porque estaba usando ese pretexto “santo” para cometer otro más gordo. Desde ahí observé el san miguel, una escultura de gran tamaño colocada sobre un pedestal, una pierna ligeramente al frente, con su espada levantada, sus dos alas y su pequeña falda apenas cubriéndole las piernas. Cuando estuve cerca me di cuenta que el pedestal estaba demasiado alto para mi estatura. Me paré de puntitas y ni así podía impulsarme para subirlo. Entonces vi unos escalones que estaban detrás de la escultura, y me subí a ellos. De un brinco, me quedé sentada sobre el pedestal y tomé una actitud como de que: los niños se pueden sentar ahí cuando no hay lugar en las bancas. Por supuesto que se me quedaron viendo los que estaban cerca con cara de interrogación. Yo miré al cielo como si estuviera rogando al cielo un milagro, ¡claro, el milagro de que nadie me cachara! Cuando poco a poco regresaron a sus rezos, bajé la mirada hacia las piernas del santo que me quedaban enfrente. De vez en cuando una viejita me volteaba a ver, y estuve a punto de desistir en mi empresa, pero, la verdad es que no me podía mover pues el miedo había hecho que contuviera la respiración y me había dejado paralizada. Pensé que nunca más volvería a estar tan cerca de mi objetivo y me resolví a no abandonar mi propósito. Unas zapatillas doradas adornaban los pies del santo. Luego, muy despacito y asegurándome que la viejita ya no me estuviera viendo, tomé con mi mano el extremo de la falda, y la levanté, y pude ver, sí, pude ver que: ¡NO tenía chones! De un salto me bajé del pedestal y regresé corriendo a mi lugar en la banca. Pero todavía no llegaba a donde estaban sentados mis papás, cuando ya dudaba de si habría visto bien: estaba tan nerviosa… que nunca sabría con toda seguridad, ¡SI TRAÍAN O NO, CHONES! 
Continuará.

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