En realidad son muchas
las cosas que me daban miedo, pues como ya les he dicho: “llevaba el miedo
colgado al cuello”, como si llevara un lazo arrastrando un ancla: no me dejaba
dar paso alguno. De lo que pudiera ser una lista interminable de objetos
temidos, y que ya doy por descontado como las arañas, los maestros, las
directoras, los papás, los curas y las monjas, les voy a platicar de otros dos:
los borrachos y los perros.
El miedo hacia los
borrachos es definitivamente un miedo que me heredó mi mamá, y creo que también
el de los perros. “Cuidado con los borrachos”, nos decía cada vez que salíamos
a la calle. Para mí “los borrachos” eran cualquier sujeto de sexo masculino,
(las mujeres borrachas, o no existían, o si existían, no eran peligrosas),
desaliñado, andrajoso, sucio, que se tambaleara peligrosamente o estuviera
tirado en el suelo, cualquier sujeto que hablara en voz alta o gritara groserías
a la mitad de la calle. El concepto “borracho” incluía a los pordioseros, a los
loquitos, a los indigentes, a los ciegos, y por supuesto, a los vendedores
ambulantes. Su principal característica era la de oler realmente mal: a varios
metros de distancia se le podía reconocer sin problema alguno. Como ven, la
cantidad de sujetos con estas características que me podía encontrar en la
calle era lo suficientemente alta como para que cada vez que saliera, me
encontrara por lo menos con alguno. ¿Qué
hacía si me los encontraba? Entre mi hermana y yo habíamos ideado una serie de
medidas a tomar: si vas caminando por una acera y lo ves venir, te cambias a la otra Si al ver tu movimiento él también se cambia,
te regresas por donde venías. La única
ventaja que tenías sobre él, fuera de que algunas veces te quedabas paralizada al
verlo, es que podías echarte a correr sabiendo que lo más seguro es que su
caminar fuera torpe. Lo malo era cuando te lo encontrabas de repente: entonces
la sangre se te subía a la cabeza con el peligro de sufrir un colapso nada más
de olerlo o escuchar sus insultos. Más
peligroso aún era encontrarte un borracho en la noche. En estos casos, las
posibilidades se complicaban mucho porque cualquier salida implicaba caminar
más cuadras para llegar a tu casa, aumentando la posibilidad de que te
encontraras con otro. Sin embargo, el encuentro con estos sujetos no se
comparaba con el de un perro callejero.
Después de todo, los borrachos son seres más parecidos a uno y puedes
más o menos adivinar sus reacciones,
pero el miedo a los perros tiene algo de irracional y primitivo. Según una
historia muchas veces contada en mi casa, mi hermana y yo éramos muy pequeñas y
no salíamos a jugar al jardín porque un pastor alemán nos esperaba como único
compañero de juegos. Hasta que un día mi
mamá (que seguro no sabía cómo deshacerse de él) le dijo a mi papá: “¡Ya no
aguanto más. O niños, o perro!” Por
suerte el perro salió por delante. Pero el miedo no. Los perros encerrados o
encadenados no pasaban de darme un buen susto. Pero encontrármelos en la calle,
sueltos, sin dueño, ¡eso era la muerte! Las fórmulas para evadirlos eran bastante
parecidas a las usadas con los borrachos, aunque menos efectivas: si venías
caminando por una acera y veías un perro a lo lejos, te cruzabas, esperando que
pasaran muchos coches y el perro no pudiera seguirte. Esto lo hacía no importando el tipo, tamaño u
aspecto del susodicho, ni siquiera si se veía agresivo o no, la cuestión era
que si era perro, había peligro. Lo de huir corriendo estaba totalmente
descartado pues si algo les gusta a los perros es perseguir a la gente. Así que, o me quedaba quieta como una estatua
esperando que pensara que era un objeto más de la calle, o me pegaba al primero
que pasaba usando su cuerpo de parapeto, o rezaba para que se distrajera con alguien
más y se olvidara de mí. El caso es, que entre borrachos y perros, caminar por las
calles de la ciudad de la ciudad era peor que la casa de los sustos.
Arañas,
perros, borrachos, monjas, maestros, directores, padrecitos, adultos regañones,
niña ojos de gato… ojalá se borraran de
la faz de la tierra.
Continúa.
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