sábado, 18 de agosto de 2012

"Malena en ...". C. XV: Miedos.


En realidad son muchas las cosas que me daban miedo, pues como ya les he dicho: “llevaba el miedo colgado al cuello”, como si llevara un lazo arrastrando un ancla: no me dejaba dar paso alguno. De lo que pudiera ser una lista interminable de objetos temidos, y que ya doy por descontado como las arañas, los maestros, las directoras, los papás, los curas y las monjas, les voy a platicar de otros dos: los borrachos y los perros.

El miedo hacia los borrachos es definitivamente un miedo que me heredó mi mamá, y creo que también el de los perros. “Cuidado con los borrachos”, nos decía cada vez que salíamos a la calle. Para mí “los borrachos” eran cualquier sujeto de sexo masculino, (las mujeres borrachas, o no existían, o si existían, no eran peligrosas), desaliñado, andrajoso, sucio, que se tambaleara peligrosamente o estuviera tirado en el suelo, cualquier sujeto que hablara en voz alta o gritara groserías a la mitad de la calle. El concepto “borracho” incluía a los pordioseros, a los loquitos, a los indigentes, a los ciegos, y por supuesto, a los vendedores ambulantes. Su principal característica era la de oler realmente mal: a varios metros de distancia se le podía reconocer sin problema alguno. Como ven, la cantidad de sujetos con estas características que me podía encontrar en la calle era lo suficientemente alta como para que cada vez que saliera, me encontrara por lo menos con alguno.  ¿Qué hacía si me los encontraba? Entre mi hermana y yo habíamos ideado una serie de medidas a tomar: si vas caminando por una acera y lo ves venir,  te cambias a la otra  Si al ver tu movimiento él también se cambia, te regresas por donde venías.  La única ventaja que tenías sobre él, fuera de que algunas veces te quedabas paralizada al verlo, es que podías echarte a correr sabiendo que lo más seguro es que su caminar fuera torpe. Lo malo era cuando te lo encontrabas de repente: entonces la sangre se te subía a la cabeza con el peligro de sufrir un colapso nada más de olerlo o escuchar sus insultos.  Más peligroso aún era encontrarte un borracho en la noche. En estos casos, las posibilidades se complicaban mucho porque cualquier salida implicaba caminar más cuadras para llegar a tu casa, aumentando la posibilidad de que te encontraras con otro. Sin embargo, el encuentro con estos sujetos no se comparaba con el de un perro callejero.  Después de todo, los borrachos son seres más parecidos a uno y puedes más o menos adivinar sus reacciones,  pero el miedo a los perros tiene algo de irracional y primitivo. Según una historia muchas veces contada en mi casa, mi hermana y yo éramos muy pequeñas y no salíamos a jugar al jardín porque un pastor alemán nos esperaba como único compañero de juegos.  Hasta que un día mi mamá (que seguro no sabía cómo deshacerse de él) le dijo a mi papá: “¡Ya no aguanto más. O niños, o perro!”  Por suerte el perro salió por delante. Pero el miedo no. Los perros encerrados o encadenados no pasaban de darme un buen susto. Pero encontrármelos en la calle, sueltos, sin dueño, ¡eso era la muerte!  Las fórmulas para evadirlos eran bastante parecidas a las usadas con los borrachos, aunque menos efectivas: si venías caminando por una acera y veías un perro a lo lejos, te cruzabas, esperando que pasaran muchos coches y el perro no pudiera seguirte.  Esto lo hacía no importando el tipo, tamaño u aspecto del susodicho, ni siquiera si se veía agresivo o no, la cuestión era que si era perro, había peligro. Lo de huir corriendo estaba totalmente descartado pues si algo les gusta a los perros es perseguir a la gente.  Así que, o me quedaba quieta como una estatua esperando que pensara que era un objeto más de la calle, o me pegaba al primero que pasaba usando su cuerpo de parapeto, o rezaba para que se distrajera con alguien más y se olvidara de mí.  El caso es,  que entre borrachos y perros, caminar por las calles de la ciudad de la ciudad era peor que la casa de los sustos. 

Arañas, perros, borrachos, monjas, maestros, directores, padrecitos, adultos regañones,  niña ojos de gato… ojalá se borraran de la faz de la tierra.

Continúa.







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