Cuadro 9 y 10.
Simpatía
o
La rabia del gato y Una visita inesperada.
La rabia del gato |
No sé por qué he vuelto a recordar el
miedo que me tuvo amarrada cuando era niña, pues no se puede dejar así como así
algo tan fuerte y de tanto tiempo. Y más si estás solo. Por eso busco también
en tus cuadros el miedo, como el que sintió esa estudiante que abandona la
escuela-fortaleza del cuadro: Ruptura.
Su cara muestra los signos del miedo pegado a sus ojos demasiado abiertos,
queriendo ver todo antes de que la sorprendan. Se oculta tras esa capa que la
envuelve como un gusano en su capullo de seda, tocando la tierra con la punta
del pie para no perturbar el ambiente, para que nadie sepa que está ahí. Busco
el miedo en tus cuadros pero es difícil porque los rostros de tus personajes
saben ocultarlo muy bien, casi siempre inexpresivos. Pero encuentro otros dos
que me revelan un miedo oculto: Simpatía o
La rabia del gato y Una visita inesperada. En ambos
encontramos gatos en circunstancias especiales que me recuerdan el miedo que
sentí un tiempo hacia ellos. Sobre todo los gatos erizados. En Simpatía o La rabia del gato se ve una
mujer sentada y un gato a punto de erizarse sobre una mesa. El movimiento del
gato ha provocado que un vaso de leche se derrame por el piso. El pelo del
animal y el cabello de la mujer se paran de puntas aumentando su volumen y
sacando chispas de color naranja. “Hay una transmisión de energía entre el gato
y ella”, nos dice más adelante Janet. Tres colas del mismo animal asoman por
debajo de su vestido como si fueran tres momentos anteriores al que observamos
sobre la mesa. Se sabe que Remedios se había rodeado siempre de gatos y estaba
intrigada por su misterio y los consideraba sus aliados. Pero a mí los gatos me
daban miedo porque uno me arañó cuando tendría unos tres o cuatro años.
Extraño: en la frase: “me arañó un
gato”, está contenido otro animal que me da todavía más pavor: la ARAÑA. Lo del
gato sucedió en casa de la abuelita de zacatecas. Así la llamábamos porque
vivía en la calle de zacatecas. La que vivía en polanco, la llamábamos “abuelita
de polanco”. Bueno, estaba en casa de la abuelita de zacatecas cuando quise
agarrar un gato que estaba agazapado bajo unas escaleras de madera a la entrada
de la cocina, se volteó y me rasguñó. Fin de mi relación con los gatos. Sin
embargo, por alguna extraña razón, mi miedo hacia los gatos fue superado cuando
me di cuenta que si no te acercas a ellos, te dejan en paz. Pero este cuadro no
sólo contiene un gato erizado, veo en él otro de mis grandes temores: las colas
del gato que sobresalen de la falda de la mujer, parecen las patas de una enorme
tarántula
roja. ¡Oh dios! Casi ni puedo escribir la palabra porque se me paran los pelos
de punta, exactamente como a Varo en la pintura. Cuando veo una de ESAS: se me
enchina el cuero cabelludo, comienzo a oír un zumbido en los oídos que vaticina
un rompimiento de tímpanos seguro, y me quedo paralizada de horror. Otro gato
igualmente terrorífico lo encontramos en la pintura llamada: Visita inesperada: está hecho de hojas
secas y sus ojos son los huecos de la calavera. Curiosamente en este cuadro
también aparecen algunos signos de arañas o tarántulas, pues la mujer sentada a
la mesa está desnuda y la rodean unos cabellos largos y negros. Estos cubren
sus brazos, sus piernas, el vientre y los senos. Es una imagen grotesca por su
connotación animal y primitiva. ¿De dónde me viene este terror por las
arañas? No necesito del sr. freud para
saberlo. Las arañas junto con sus primas las tarántulas son los seres más ESPELUZNANTES (vean la palabra “pelo”, o
“peludas”, implícita) que existen en la
tierra; todos sus atributos son superlativos: negras, peludas, patonas,
boconas, ojonas. Sus telarañas son redes donde te quedas atrapada para
devorarte; te muerden; sus movimientos lentos, o sus brincos, son acechantes. Esta
fobia por las arañas comenzó cuando vi en el autocinema de coyoacán una
película llamada Gulliver en el país de
los gigantes. Como podrán imaginarse, no es nada raro que mi fobia haya
comenzado al ver una araña del tamaño de una pared de frontón caminando hacia
un gulliver del tamaño de un chícharo y que, por momentos, se acercaba más y
más hacia nosotros, pues nosotros éramos los ojos de gulliver. Acto seguido,
cerré mis ojos y no los volví a abrir hasta que el altoparlante junto al coche
se calló. A partir de esta edificante
película, no pasaba noche que no soñara con arañas gigantes queriéndome
devorar. Y ya no se diga si por casualidad veía una araña en persona, no podía
dormirme hasta que no la hubieran matado y siempre, antes de meterme a la
cama, revisaba las cobijas centímetro a
centímetro para estar segura de que no había ninguna metida entre las sábanas. Era tal mi miedo, que la colcha no debía
tocar en ningún punto el piso y la cama debía estar separada de la pared. El solo imaginar que alguna pudiera caerse o
descolgarse del techo era el máximo terror, y ante esto, ni tapándome la cara
con las sábanas podía conciliar el sueño.
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