Frida
Así como no veía tus lágrimas, tampoco
veo tu sangre. ¿Dónde está la sangre menstrual que a toda mujer acompaña?
Tampoco veo la maternidad. ¿Dónde están los niños? ¿Querías ser mamá? Frida, ven a ayudarme porque Varo no quiere
ser madre y, ¿cómo voy a hablar de mí si desde que tengo uso de razón amo a los
bebés más que nada en el mundo?
¿Uso de razón? ¿Cuando
se tiene “uso de razón”? Los “enterados”
dicen que como a los cuatro o cinco años, tal vez antes, depende del niño y el
medio en que se desarrolla. No sé los demás, yo, desde pequeña reflexionaba
sobre muchas cuestiones, pero sobre todo una me intrigaba enormemente: ¿De
dónde vienen los bebés? Al periodo de tiempo que dediqué exclusivamente a
solucionar este misterio lo llamo: “meditaciones trascendentales de la vida de
mis cinco años” pues lo de las cigüeñas que traen a los niños de parís no me lo
creía. Comenzaba con una afirmación que aprendí en el catecismo, pues en esa
época nos estaban preparando para la primera comunión. El “razonamiento” partía
de una serie de preguntas que había leído en el catecismo del p. ripalda, la
guía que seguíamos en dicha preparación. Si platón hubiera estado presente me
habría saludado con la cabeza, pues a él siempre le gustaron más las preguntas.
¿Dónde
está Dios? En el cielo, en la tierra
y en todo lugar. ¿Quién hizo el
cielo, la tierra y todas las cosas? Dios
nuestro Señor. ¿Por qué es Dios
creador? Porque lo hizo todo de la nada. Seguro que al padrecito nunca se le ocurrió
que alguien usaría su catecismo para dilucidar el origen de la vida, esto sin
que mediara ningún acto de fe. Y es que
yo pensaba lo siguiente: si dios creó todas las cosas y las hizo a partir de la
nada, yo, que soy una de sus criaturas, también me creó de la nada. Parece
simple y sencillo, pero implica un concepto absolutamente imposible de asir: la
NADA. La respuesta encerraba un misterio aún más grande: Yo fui creada a partir
de la NADA. Y, ¿qué es la nada? ¿Dónde está? ¿Cómo imaginarla? Para ello debía
pasar del entendimiento de dicha frase, que según yo entendía porque podía
“decirla”, a poder experimentarla: es decir, “sentir” la nada; y de ahí, el
surgimiento de mi ser. No es fácil explicarles de qué manera pude experimentar
lo que implicaba esta frase, pero tenía una gran imaginación y muchos libros
con ilustraciones que usaba para armar mis creencias. Recostada en la cama
(otra vez la cama), imaginaba la nada como un espacio negro donde yo, una
conciencia sin el recipiente del ser, flotaba libremente. Este vacío se parecía
a una lámina que había visto en el Atlas
de Selecciones titulada: “Espacio exterior”, donde podía observarse un gran
espacio negro con unos puntitos en blanco que correspondían a estrellas. Era un
lugar espeso, denso a pesar de su vacío. Hasta aquí yo era parte de la nada, yo
“no era materia” todavía, y la sensación que me invadía era la de un bienestar
indescriptible. Una fracción de segundo después de que se me antojaba (porque
no quería abandonar esta placidez), yo, conciencia pura, observaba el hecho
maravilloso de mi creación: un puntito color carne aparecía en el centro de la
espesa negrura. El puntito empezaba a aumentar su tamaño, más, y más, hasta que
tomaba la forma de un niño enroscado visto de lado dentro de un círculo
perfecto: cabeza, ojos, manos,
piernas, deditos… ¡un niño
completo! ¡Soy! Me decía, y ya era cuerpo y conciencia juntos.
Este
ejercicio lo realicé muchas veces durante esas mis primeras reflexiones acerca
de la vida y lo seguí haciendo aún después de saber de dónde venían los niños.
Lo que más me gustaba de la experiencia era flotar en esa nada.
Una vez completada la
vivencia de aquel elevadísimo razonamiento pasé a las inevitables otras
preguntas como, porqué mis papás eran mis papás y no los vecinos de al lado; porqué me parecía a mi papá más que a
mi mamá; después de “ser” en ese espacio negro y espeso, ¿cómo llegaba acá al
mundo? ¿Por qué mis hermanos eran mis hermanos, y no mis primos que me caían
tan bien? porqué, porqué, porqué.
Seguramente que todos
estos cómos y porqués que se sucedían uno tras otro, pues unos llevaban al
siguiente, y el siguiente a otros, acabaron por hartar a mi mamá que me soltó
la verdad con todo y relaciones sexuales de un jalón y para siempre en menos
que canta un gallo.
Continúa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario