Las alumnas visten un
uniforme color azul marino (parecido al de la monja), largo hasta las
pantorrillas, con un cuello blanco y tieso que las ahorca y mantiene sus cabezas
erguidas; llevan medias oscuras y unas zapatillas, sólo la cara y las manos
descubiertas, que la carne es pecado, que
la carne es la tentación de los hombres. Y no puedo dejar de identificarme
con ellas, pues el uniforme que usábamos en el colegio era una copia ligeramente
modificada del mismo: un verdadero instrumento de tortura, vean si no. El
modelo había sido diseñado para el frío de europa, y sin reparar a dónde iba a
ser usado, tal cual se lo trajeron acá. ¡¿A quién se le pudo ocurrir implantar
un uniforme de lana azul marino con el cuello cerrado y las mangas largas en el
trópico de méxico?! Y a eso súmenle el tener que usar medias nylon cuando uno
pasaba a la secundaria, cuando el material de que están hechas es un tejido de
polyester: ¡imagínense un plástico rodeando sus piernas en pleno sol! Y para
acabarle de amolar, para ese entonces todavía no se habían inventado las
famosas “pantis”, por lo que había que usar un incomodísimo liguero: otra
tortura más que te dejaba los muslos marcados con los broches que sostenían las
medias. ¡Cosa más incómoda nunca había visto esto del liguero! Gracias a dios
que ya desapareció del planeta. Pero no, no es cierto, eso fue sólo por un
tiempo, mientras duró el boom de las pantis. Luego volvieron a usarse, y se venden
hoy como pan caliente… Rojas, negras, con encaje, lisas, caladitas, que se ven
super “sexys”, a ver Elena, pasa al pizarrón
para ver que alcanzo a ver cuando levantas los brazos, pues quién obedece eso
de que el uniforme debe usarse debajo de las rodillas, todas lo llevábamos lo
más corto que podíamos y aquí como fuenteovejuna: ni modo que a todas nos corrieran
por “indecentes”, ¡se quedarían sin alumnas! ¡Si hubieran sospechado las monjas
lo que nos estaban obligando a usar… tal vez nos hubieran permitido seguir
usando nuestras calcetas de niñas y no tendríamos tanto calor! Así que sólo la
cara y las manos al descubierto, las princesitas saliendo del castillo de Hacia la torre de Varo. ¡Pues ese es el
uniforme y punto! Aquí no hay de chile ni de picadillo, se aguantan y qué, que
a este mundo hemos venido a sufrir, en
este valle de lágrimas, y qué es tantito calor, si nomás hay que estar paradas
al rayo del sol el tiempo que dura la ceremonia, nosotras rostizándonos cuando las
“autoridades” sentaditas bajo la sombra y ni pío. Y los zapatos deben ser
choclos, ni se te ocurra traer algo de
tacón que eso es para las “mujeres de la calle”, “¿quiénes son las mujeres
de la calle?” Eso no se pregunta, niña.
Lleva el uniforme un cuello blanco y rígido como el de las estudiantes en el cuadro, pero también modificado. Uno igualito al de Varo lo usan las del “miguel ángel”, otra escuela de monjas que responde al mismo perfil que el nuestro. ¡Pobres! ¡Reconozco que a ellas les fue peor! El atuendo remata con unos puños y un cinturón blancos almidonados. Como todos los lunes, hoy tenemos que usar el uniforme de gala pues es la ceremonia de la bandera. Todo lo de las medias y el liguero queda muy lejos de mi vida en este momento, aunque el uniforme es el mismo. “¡El uniforme me pica mamá! ¡No lo aguanto! ¡Quiero arrancármelo!” Ponte un fondo completo y santo remedio, que ya se va tu papá y no te espera. “¡¿Un fondo completo?! Pero si hace un calor espantoso, eso está ¡¡¡¡¡peooooor!!!!!” No, no está peor: como prefiero el calor a la picazón, me lo pongo. Ahora me pican las axilas y los brazos, aquellas partes de mi cuerpo que el fondo no cubre. Me tiro al suelo llorando porque no lo soporto, y al hacerlo, mi molestia aumenta pues el fondo ya se me subió y ahora mis muslos también lo sienten. El cuello ha quedado atrapado entre el piso y mi cara y mis lágrimas lo comienzan a mojar ensuciándolo y quitándole el almidón. Ahora está todo arrugado y sucio. Ahora no quiero ir al colegio porque el cuello está todo cochino y me van a regañar. Sigo llorando. Sin embargo, una sensación mística me mantiene en el suelo: estoy completamente arrobada al sentir el suelo de granito mojado y su olor, el roce de mi cara contra el suelo una y otra vez, el crujido del cuello arrugándose, el almidón despegándose, todo unido a la tela de lana quemando mi cuerpo. Me encuentro tan fuera de este mundo que apenas oigo cuando mi madre me grita: ¡Te deja tu papá! Y ahora lloro más fuerte porque el uniforme está hecho un desastre y me van a regañar, y yo odio los gritos y a la gente que grita, ¡me dan terror! Si pudiera me escondería en una cueva a donde no llegara ningún sonido y ahí me quedaría por siempre. ¡Cero en aseo! Castigo sobre el castigo que es llevar puesto un uniforme de lana, que mi piel no está hecha para esas telas duras y ásperas, yo qué culpa tengo de tener una piel tan delicada. ¡No quiero ir al colegio!
Continuará.
Lleva el uniforme un cuello blanco y rígido como el de las estudiantes en el cuadro, pero también modificado. Uno igualito al de Varo lo usan las del “miguel ángel”, otra escuela de monjas que responde al mismo perfil que el nuestro. ¡Pobres! ¡Reconozco que a ellas les fue peor! El atuendo remata con unos puños y un cinturón blancos almidonados. Como todos los lunes, hoy tenemos que usar el uniforme de gala pues es la ceremonia de la bandera. Todo lo de las medias y el liguero queda muy lejos de mi vida en este momento, aunque el uniforme es el mismo. “¡El uniforme me pica mamá! ¡No lo aguanto! ¡Quiero arrancármelo!” Ponte un fondo completo y santo remedio, que ya se va tu papá y no te espera. “¡¿Un fondo completo?! Pero si hace un calor espantoso, eso está ¡¡¡¡¡peooooor!!!!!” No, no está peor: como prefiero el calor a la picazón, me lo pongo. Ahora me pican las axilas y los brazos, aquellas partes de mi cuerpo que el fondo no cubre. Me tiro al suelo llorando porque no lo soporto, y al hacerlo, mi molestia aumenta pues el fondo ya se me subió y ahora mis muslos también lo sienten. El cuello ha quedado atrapado entre el piso y mi cara y mis lágrimas lo comienzan a mojar ensuciándolo y quitándole el almidón. Ahora está todo arrugado y sucio. Ahora no quiero ir al colegio porque el cuello está todo cochino y me van a regañar. Sigo llorando. Sin embargo, una sensación mística me mantiene en el suelo: estoy completamente arrobada al sentir el suelo de granito mojado y su olor, el roce de mi cara contra el suelo una y otra vez, el crujido del cuello arrugándose, el almidón despegándose, todo unido a la tela de lana quemando mi cuerpo. Me encuentro tan fuera de este mundo que apenas oigo cuando mi madre me grita: ¡Te deja tu papá! Y ahora lloro más fuerte porque el uniforme está hecho un desastre y me van a regañar, y yo odio los gritos y a la gente que grita, ¡me dan terror! Si pudiera me escondería en una cueva a donde no llegara ningún sonido y ahí me quedaría por siempre. ¡Cero en aseo! Castigo sobre el castigo que es llevar puesto un uniforme de lana, que mi piel no está hecha para esas telas duras y ásperas, yo qué culpa tengo de tener una piel tan delicada. ¡No quiero ir al colegio!
Continuará.
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