Tríptico de Remedios Varo: Hacia la torre, Bordando el manto terrestre, y La huida, tres óleos “donde se burla con humor de las reglas de la educación monjil y su rebeldía de colegiala que anhelaba la libertad”, me dice Janet A. Kaplan en su libro: Viajes inesperados. El arte y la vida de Remedios Varo.
Hacia la torre
No sé cuántas veces Malena ha contemplado este cuadro, ni por cuánto tiempo. Así pasa con aquello que le atrae irremediablemente. Y cada vez que lo hace, vienen a ella recuerdos del pasado que siguen presentes en su vida, porque nada se olvida por completo: el presente, lo que somos, lleva la huella de todo lo que hemos vivido, pero también de todo aquello a lo que hemos renunciado.
En la pintura se ve un grupo de colegialas en uniforme color azul marino abandonando en monociclo una especie de castillo medieval con su heráldica en el pórtico, una fortaleza de gran altura de múltiples torres donde se abren pequeñas ventanas como si se tratara de una colmena donde las alumnas estuvieran cautivas. Sus muros son de piedra color ocre. Una muralla rodea el jardín del castillo. Janet A. Kaplan nos dice que todas ellas son la autora repetida n veces: y sí, claro, todas tienen la misma cara, la cara que reconozco como la de Remedios, porque de lo que se trata en toda institución, llámese colegio, estado, iglesia, familia, milicia, cárcel, es de homogenizar a las personas, que si no, cómo se las domina, cómo se las controla, que no pueden ser ellas mismas, que el pensar por cuenta propia es peligroso.
Las alumnas siguen a la “madre superiora”; ella maneja una bicicleta cuya estructura es la extensión de su hábito color azul marino que se entiesa conforme abandona su cuerpo. En un momento dado, el hábito se abre por la mitad para dar paso a la rueda trasera; luego se traslapa para formar el chasis y el poste, anudándose los extremos en un manubrio. Manubrio hecho de las piernas anudadas de un hábito que sigue la línea del pubis, piernas que se unen para nunca más volverse a separar, clausura del cuerpo erótico monjil. Vida sexual acartonada.
Lo que en las alumnas es apenas un monociclo delgado y frágil de la misma tela acartonada del uniforme (que también se divide en dos para formar la horquilla donde se articula una única rueda), en la monja se engrosa y endurece para construir un armazón resistente. Más que una bicicleta parece una vespa, pues carece de pedales y permite colocar los pies sobre el chasis. Un motor oculto la hace avanzar: no es para menos, los años que lleva al frente de la Institución han reforzado capa tras capa esa invisible “estructura que guía” hasta volverla de acero, y su aceleración ya no depende de la persona que la maneja (como en las alumnas), sino de “alguien más” que la mueve. Algo me llama la atención, y es que el monociclo de las alumnas sólo tiene un pedal forzándolas a juntar las piernas hacia un lado, a la manera en que se montaría “femeninamente” un caballo, que abrir las piernas no es de señoritas, siéntate correctamente, la espalda derecha, las piernas juntas hacia el frente, el estómago sumido, que ¡te estoy viendo hasta los calzones!
La madre superiora coloca las piernas en la misma postura que las alumnas a pesar de que tiene espacio suficiente para sentarse más relajadamente; pero no, ¡imposible!, la postura está dada y nada la puede cambiar. Los duros aparatos ortopédicos del discurso moral han hecho su trabajo: moldear el cuerpo de las monjas y de las alumnas, aunque en estas últimas el “proceso” apenas comienza y todavía es reversible. No cabe duda que “la palabra” es mucho más efectiva que el antiguo cinturón de castidad, pues ahora éste queda integrado al cuerpo de la sometida y le acompaña a donde vaya; ya no hay llave que cierre o abra la cerradura: el mecanismo se ha soldado para siempre en el interior del individuo; el celador puede retirarse y dejar de vigilar: la autocensura cumple a cabalidad su función represora.
Continuará.
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