domingo, 4 de septiembre de 2011

ESTAMBUL 9 (Topkapi y las Reliquias de Mahoma)

Y el poema me lleva al Palacio de Topkapi construido y ampliado durante el reinado de varios sultanes desde el siglo XV d.C.  A diferencia del Palacio Dolmabahçe, estamos frente a una edificación completamente turca: su tamaño es inmenso (¿ven? vuelve a aparecer la palabrita), lo rodea una muralla de cinco kilómetros y el área que ocupa es de ¡700 kilómetros cuadrados! Esto es el doble del área de la Ciudad del Vaticano. Como tenemos sólo una mañana para visitarlo probablemente conoceremos una mínima parte del mismo: sólo algunas salas y sus jardines. El tesoro imperial es uno de los salones que más se publicitan, y aunque a mí no me atrae especialmente, entramos a verlo: piedras descomunales, rubíes, zafiros, esmeraldas, un diamante de 86 quilates que debe ser mucho, trajes, armas, vasijas, tronos, yelmos, el oro cubriendo todo. De tan recargados, tan exagerados y tan fastuosos,  los objetos rallan en lo irreal y yo pensaría que hasta en lo cursi.
Salimos de esta ala del palacio y nos dirigimos al salón de las reliquias sagradas. Por alguna extraña razón, camino en un estado de indiferencia hacia todo lo que me rodea a pesar de que me rodean bellos jardines. ¿Será el cansancio acumulado de tantos días de viaje, de desveladas y caminatas sin fin? ¿O la inmensidad inabarcable del lugar hace que uno se pierda en el sinsentido y en la desazón? Hemos llegado al salón. Siempre he sentido una gran curiosidad por estos objetos. ¿Cómo puede un objeto común volverse extraordinario por el simple hecho de creer en su naturaleza sagrada? ¿De qué manera la suposición de haber pertenecido o haber sido tocado por un dios, un santo o un profeta es suficiente para sacralizar un objeto? Y digo suposición, porque en la mayoría de los casos no se puede comprobar su procedencia: ni el más simple de los argumentos soportaría el hecho de que, si juntáramos todas las reliquias de la cruz de Cristo podríamos armar una casa, o con los retazos del manto de Mahoma podríamos vestir un regimiento. Sin embargo, sean o no  auténticos, estos objetos van acumulado una energía carismática producto de las miradas, los contactos, los pensamientos de generaciones y generaciones de devotos. La sala de las reliquias está cubierta con mosaicos azules al igual que la Mezquita Azul. Un altavoz recita alabanzas del Corán mientras los visitantes avanzan lentamente haciendo una larga fila. Numerosos vigilantes ordenan el paso para que nadie se detenga más del tiempo necesario. Es tal la veneración de los musulmanes por estos objetos, que muchos se quedan largo tiempo contemplándolos y las voces de los guardias no son suficientes para retirarlos, entonces los jalan para que sigan avanzando. Entramos a una sala lateral y el primer objeto que veo es un bastón de madera. Me acerco y dice: “Báculo de  Moisés”, ¿¡eh!? ¿Están hablando del mismo Moisés que yo conozco? ¿Ese que cruzó el Mar Rojo para sacar al pueblo hebreo de la esclavitud egipcia? ¿Y ese trozo de madera fosilizado es el bastón que usó para abrir el mar y colocar una cortina de humo frente al ejército del faraón? Me entra la duda, pues, ¿no son reliquias musulmanas las que ahí se guardan? Cuando después leo acerca de esta religión,  me entero que los católicos y los musulmanes comparten algunos personajes históricos como Abraham, Moisés y el mismo Jesús aunque para ellos sea sólo un profeta; también comparten algunos seres celestiales como el Ángel Gabriel. Bueno, una vez resuelta la identidad de la persona, queda la pregunta de si realmente es su báculo, y luego, ¡el absoluto milagro: que ese pedazo de madera fosilizado esté completo y en perfectas condiciones después de tres mil quinientos años!  Seguimos avanzando y nos encontramos con un cofre de madera en una cámara de vidrio. Busco el nombre que me indique de qué se trata, porque empiezo a sospechar que pueda ser el “Arca de la Alianza” (así, como para completar los objetos del éxodo), pero las dimensiones no concuerdan y leo que se trata de un “cofre” y no dice más. No me conformo con esa explicación raquítica e invento algo que pueda justificar el porqué es una reliquia, como: “es el cofre donde Mahoma guardaba sus escritos”, o, “es el cofre que contenía los efectos personales del profeta”, y esta última asociación la hago porque la siguiente vitrina contiene algunos objetos del santo varón.  Es una vitrina frente a la que se detienen más de lo debido todos los visitantes. Ahí se expone una pieza dental de Mahoma dentro de una cajita dorada, y un cabello de su barba sostenido en un soporte dorado en forma de media luna.  Los peregrinos tocan con sus manos esa barrera fría y transparente que se interpone entre ellos y los restos de su venerado profeta con la ilusión de que ese gesto sea suficiente para recibir su bendición. Pero pronto serán retirados del lugar por los guardias que les gritan y los jalonean para que no se detengan más de lo debido. Me siento incómoda ante estos hechos, pero supongo que si no fuera así, nadie tendría la oportunidad de verlos, pues la fila no tiene fin. Pienso en la Basílica de Guadalupe en México, donde el ayate de la Virgen está colocado en alto atrás del altar y dos bandas móviles trasportan a los visitantes frente a ella, de un lado a otro, de allá para acá, de acá para allá, sólo un instante para verla. Y ya la gente toma una vez la banda para regresarse luego, una y otra vez, de ida y vuelta, tantas veces como sea posible para ver a su virgencita, para que la virgencita los vea, para darle las gracias y que escuche sus ruegos, lo más cerquita que se pueda aunque allá arriba está muy lejos, para perderse en su mirada y se acuerde de ellos. Pero acá no hay banda móvil y los guardias son la banda que moviliza a los fieles. Cuando me acerco a la vitrina lo hago con recelo y nerviosismo porque sé que no cuento más que con pocos segundos para ver las reliquias y me acerco al vidrio para ver mejor, para sombrear el reflejo que me introduce en la vitrina, que yo no me quiero ver, que quiero ver el diente que no parece diente pero que ahí dice: “diente de Mahoma” y entonces ha de ser…, y de la barba, ni se diga, ¡que no le pude ver ni el pelo! aunque ahí decía: “Cabello de la barba de Mahoma”.  Más allá, dentro de la misma vitrina, una túnica blanca de manta de algodón, unas sandalias de cuero y la huella del pie del santo dejada en una piedra de granito color gris veteada en amarillo.
Pasamos a la siguiente sala donde se ve un manuscrito en letras árabes que dice ser parte del Corán. Y en una vitrina horizontal, unas llaves que son las: “llaves de las puertas de la Kaaba traídas de la Meca”; me pregunto qué harán cuando quieran abrir las puertas de ese gran cubo negro: tal vez sacaron varias copias, o cambiaron la chapa y entonces, estas llaves  seguramente ya no sirven. Pero no es por su función por lo que un objeto se sacraliza, es por el significado que adquiere al haber pertenecido a quien perteneció y que no puede ser sustituido por otro igual. Y más adelante vemos las armas de Mahoma, unas espadas incrustadas de piedras preciosas y empuñadura de oro. ¡Claro, como que era un guerrero además de profeta! Pero la gente no se detiene ante estas reliquias. Su interés e imán se centra en esa vitrina con el diente, el cabello, la túnica, las sandalias y la huella del pie de Mahoma. ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué unas reliquias son más buscadas que otras? Me parece que la cuestión tiene que ver con qué tan cercano estuvo el objeto de veneración con el cuerpo del venerado, y la duración de ese contacto. No es lo mismo la espada que usó Mahoma durante una guerra, que la túnica que usó en sus últimos días cuando ya era santo y el Ángel Gabriel ya lo había llevado al cielo y ya había escrito el Corán. Otro aspecto importante en el valor de una reliquia debe consistir en el hecho de ser un objeto que alguna vez estuvo vivo impregnándose de la esencia del sujeto vivo. Una piedra o un metal también reciben la influencia del medio ambiente, pero su proceso es más lento y difícilmente pueden desprenderse de su naturaleza fría e inanimada.  Así, el diente, el cabello y la túnica de algodón perteneciente a Mahoma se vuelven más valiosos en tanto que acumularon orgánicamente la energía del santo: se sienten como objetos más cercanos a la persona venerada. Y al ser estos objetos los más buscados, los más observados y los más tocados (aunque sea con la vista), la intensidad vibratoria de los mismos se va incrementando con el tiempo por la acción de los fieles sobre ellos. Es un juego de intercambio vibratorio que potencia las energías en ambos términos: tanto la reliquia como el observador incrementan su estado vibratorio en un círculo virtuoso: entre más venerada una reliquia, más cargada de energía estará, y más atraerá a la gente y más impactará produciendo cambios en la persona. Tomemos como ejemplo este recinto de reliquias sagradas en el Palacio Topkapi: las reliquias orgánicas (el diente, el pelo, la túnica, las sandalias de cuero, el bastón de madera) son definitivamente las más buscadas, las más veneradas por los fieles. Las armas, los libros y las llaves tienen poco público.
 Hay una cualidad macabra en esto de las reliquias orgánicas que me producen una sensación ambigua: fascinación por un lado y terror por el otro. La fascinación es una atracción morbosa hacia el objeto en sí, pero que también se dirige a la cualidad: la atracción: es una fascinación por lo que fascina. ¿Qué está sucediendo con ese objeto que se carga de una energía especial que algunos llaman energía espiritual? Cuando me acerco a estos objetos lo hago por curiosidad, para ver algo que no se puede ver pero que de alguna manera afecta el cuerpo del observador: el estado intensivo vibratorio de la reliquia; sin embargo sé, y no por ello dejo de sentirme atraída por ellas, que para que se dé este intercambio es necesario creer, creer fervientemente en ellas. Así que me acerco a estos objetos venerados sabiendo que ningún evento se llevará a cabo. Permaneceré intacta. Me pregunto si algún día será posible ver la carga energética contenida en estos objetos demostrándose así su poder. Esto en relación a mi fascinación; en cuanto al rechazo, es una sensación que combina el morbo y la repulsión hacia esa actividad siniestra de guardar, acumular, preservar como si fuera un tesoro, lo necrosado. Escucha: “ne-cro-sa-do”, palabra que me habla del sonido que se oye cuando los tejidos del cuerpo crujen, cuando el cuerpo se enjuta y  se reduce en la muerte: un crujir de huesos, de piel, de músculos. Pienso en lo siniestro que es esa costumbre de guardar los dientes, esos pedazos de hueso que adquieren formas extrañas una vez fuera de las encías: ¡te has fijado que son monstruosos! Tal vez por eso no reconocí el diente del profeta. Dientes que se guardan en una cajita, cajita que se guarda en un cajón; los míos y los de mis hermanos en el cajón de la ropa de mi mamá, dientes de leche que habíamos colocado bajo la almohada cuando niños esperando que el ratón nos trajera dinero. ¿Y para qué quiere el ratón los dientes? Para hacer su casita. ¿Y cómo se los lleva si no tiene manos? Con el hocico. ¿Y de dónde saca el dinero? No lo sé. ¿Y cómo le hace para sacarlos de debajo de la almohada si está muy pesada? Es muy fuerte. ¿Por qué no me doy cuenta? Por que es muy astuto. Todo este asunto es maravilloso hasta que me encuentro los dientes dentro de una cajita en el cajón de ropa de mi mamá, y ahora sí me siento mal, muy mal, algo me aprieta el estómago y casi no puedo respirar: ¿por qué alguien guardaría unos huesos transformando su cajón de ropa en un cajón de muerto? ¿Por qué no simplemente se tiran?  Y, sin embargo, se rescata y se guarda lo muerto en un lugar especial, dentro de una cajita, dentro de un cajón de ropa, dentro de una vitrina en el salón de las Reliquias Sagradas del Palacio de Topkapi. Y luego, ese cabello de la barba de Mahoma, objeto doblemente muerto, muerto en el vivo y muerto en el muerto: necrosis al cuadrado o la muerte potenciada. Guarda ese primer chino del bebé, que es su primer cabello, aunque no sea chino y tenga el pelo más lacio que un oriental, y ponlo en la primera página del álbum junto a la huellita de sus manos y sus pies, que es un recuerdo muy bonito, cómo va a ser bonito guardar un mechón de pelos: es es-peluz-nante, los dientes rodando en el cajón cada vez que lo abro, para qué los guardo, no lo sé, es este repetir irracional de una tradición materna que no se puede abandonar, el mechoncito pegado con un diurex, ese álbum con las huellas del niño, ese guardar fragmentos para que la parte recupere el todo y es que ese diente, ese único cabello, ese pedazo de túnica, me devuelven a Mahoma todo, ya no es un pedacito, ya no es un fragmento, Mahoma completo está en cada parte: el todo en la parte es la potencia de la reliquia. No toco una astilla, toco la cruz entera de Cristo; no miro un jirón de la sayal de San Francisco, es el santo al que miro; no es una gota de sangre, es la Santa Sangre de Cristo encerrada en una botella de cristal de roca en la Basílica de la Santa Sangre de Cristo en Brujas, hermosa fachada negra con ángeles dorados y ventanas góticas, capilla romana donde vi una de las esculturas más bellas de María, la sangre en su botella de cristal engarzada en oro y piedras preciosas, una cadena en los extremos para que no se la roben, el sacerdote custodiándola sosteniendo las cadenas, su mirada traspasando a los fieles, uno por uno vayan pasando, dejen su limosna para la iglesia, miro la botella que parece un tubo de ensaye, un líquido coagulado color rojo llena su interior, dicen que el cristal de roca se fabricó en Constantinopla, de ahí se lo llevaron a Jerusalén cuando los turcos la invadieron, y luego un conde se lo llevó a Brujas, y ahora lo regreso a su lugar de origen, aunque sé que aquí no se veneran las reliquias cristianas, aquí sólo hay reliquias islámicas descansando en sus vitrinas antirrobo y valen, como todas las reliquias del mundo, por lo cerca que estuvieron de sus dueños: los dientes, las barbas, la sangre, cargados de una energía extraordinaria, un fragmento de la energía del cuerpo con la capacidad de conservar la misma potencia que el todo; las sandalias, los vestidos, la huella de un pie dejada en la roca, con su potencia disminuida pero no de manera significativa, intercambio de átomos, cambios en su estructura molecular que dejan su marca en cada uno de sus fragmentos
 Salimos de la sala de las Reliquias Sagradas dejando atrás los cánticos del Corán pero no me alejo del lugar. Me siento un rato a tomar el sol sobre una pequeña barda que rodea un jardín rectangular,  y sigo pensando en estos objetos de veneración, en su poder de convocatoria, en el fanatismo que los acompaña; pienso en Santa Teresa del Niño Jesús y sus restos viajando por el mundo entero, la urna dorada en forma de basílica, la cascada de pétalos de rosa siguiéndola en su recorrido, las manos ansiosas de los fieles queriendo tocar el cristal que la protege, cristal que tiene miedo de ese loco que puede abalanzarse sobre ella y  destruirlo, el avión que la lleva y la trae como paquete de mensajería, la carroza mortuoria lista para dejar su sede en la Iglesia de Lisieux y una caravana interminable de fieles que la seguirán en su recorrido; y la otra Teresa, la de Ávila, la de Jesús sin Niño, que es otra pero las confundo, aunque la francesa haya vivido en el 19 y la española en el 16: Teresa de Ávila descuartizada, repartida en trozos por toda España y la cristiandad; yo quiero un brazo, yo un dedo, yo una mano, yo un ojo, yo la mandíbula, yo el corazón;  el cuerpo incorrupto de la santa yace en su arca de mármol jaspeado en absoluta corrupción, custodiada por dos angelitos: lo que por intervención divina se había hecho incorrupto, lo corrompe el hombre con su fanatismo, con su falta de respeto por los muertos; no quiero ver a la santa en su morada, no quiero ver su cuerpo destrozado, no la veré jamás… Lo que sí quiero ver, es el cuerpo de la santa salvado de la corrupción por el talento de un artista, ese cuerpo que Bernini esculpió en mármol del más puro blanco y que se encuentra en la Iglesia de Santa María de la Victoria en Roma: El éxtasis de Santa Teresa, escena que recoge el momento en que la santa ha sido atravesada por el amor divino en forma de una flecha con punta de fuego que sostiene un ángel adolescente; desvaneciéndose en un éxtasis de dolor y placer, el cuerpo tendido levitando sobre unas rocas-nubes en alguna cumbre de la tierra, en el instante último antes de que la carne se separe del espíritu: lo divino arrastrando a la santa a un estado de suspensión de la materia, en el borde entre la vida y la muerte, la tierra y el cielo, lo material y lo inmaterial: en los puntos suspensivos de una oración… Y me pierdo entre los pliegues de su hábito carmelita, pliegues sobre pliegues de un barroco excepcional; me pierdo también en esa cara arrobada de amor, de dolor y de placer, todos juntos potenciándose: la boca entreabierta, los ojos entornados, la escultura iluminada por una luz que se cuela desde el techo: ventana del cielo por donde baja la divina luz y que unos rayos dorados en metal precioso dirigen hacia la santa;  miradas que se desvían del altar mayor para posarse en esa capilla lateral que acoge la escultura: el frente perdiendo protagonismo, ya nadie mira lo que debe mirar, sólo esa pequeña capilla a la que todos volteamos: a la santa, a Santa Teresa de Ávila en éxtasis; barroco que trastoca los cánones de la mirada, la elipse frente a la esfera: dos centros compitiendo, dos polos sobre los que la mirada se desplaza incesantemente movilizando el espíritu en la cresta de una ola, del altar mayor a Santa Teresa, de Santa Teresa al altar mayor, pero la ola acaba rompiendo a los pies de la santa y nos detenemos en sus pliegues, nos enredamos en ellos perdiéndonos, y subimos la mirada meciéndonos por todo su cuerpo hasta alcanzar su cara, y ahí nos quedamos extasiados: es hermosa, es extraordinariamente bella, extiendo la mano de mis ojos y la toco: su piel, suave y tersa como sólo el mármol puede imitar, me lleva hasta lo más profundo de su experiencia mística, Amén.
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