Saliendo del embarcadero el autobús llega a una calle muy arbolada con una muralla de unos ocho o diez metros de altura a todo lo largo. Nos dicen que es la barda que rodea el palacio Dolmabahçe. En la entrada principal hay una gran puerta de encaje blanco. Entramos por un jardín geométricamente planeado con pasillos de tierra apisonada, arbotantes y un gran estanque en el centro. A la derecha se ve el mar, no hay barda, sólo el mar, así que pienso que el jardín debe terminar en el Bósforo. La barda perimetral del palacio tiene dos naturalezas: una densa y opaca, y otra, liviana y transparente. Hacia la calle y los predios colindantes la muralla está construida de grandes bloques de piedra que impide la visión hacia el interior del palacio; y hacia el Bósforo, la barda se vuelve de aire, ahí la mirada va y viene sin que nada la detenga. Estamos ante lo cerrado y lo abierto, la piedra y el aire, lo denso y lo liviano de un mismo elemento. Me acerco a ver el mar desde el bordo de mármol blanco que lo separa del jardín y me doy cuenta de que esta barda hecha de aire tiene algo desconcertante: allá a lo lejos veo, siguiendo la línea dibujada en el suelo que marca el límite entre el jardín y el Bósforo y sin que tome volumen, una puerta de encaje blanco sostenida por dos grandes columnas cuadrangulares muy altas. La impresión que tengo es la de estar viendo una enorme puerta levantada en medio de nada porque no hay muro que la sostenga. Esto es algo muy extraño. Esta es una puerta que perturba porque su función de abrir y cerrar algo se torna absurda cuando no hay nada que abrir o cerrar, ¡porque todo está abierto!, es como un fantasma, como una puerta virtual que si desapareciera del horizonte, no me extrañaría, porque pensaría: “¡bueno, sólo estaba dibujada!” Una puerta así, es tal vez sólo una marca que señala algo, como la quibla en la mezquita; su falta de volumen me hace pensar en este gusto por el uso de estructuras planas formando parte de los espacios arquitectónicos, por su invisibilidad desde cierta perspectiva, por lo absurdo de su fin… Porque, ¿qué es una puerta sin un muro que le dé sentido? Una puerta es una abertura y aquí no es nada, pues es una puerta en una abertura: una abertura en una abertura no es abertura, entonces ¿qué es? Me vuelvo a encontrar con el espacio sin límites de la mezquita, con el infinito que produce el absurdo, porque poner una puerta que no es puerta es abrir una abertura pero de otro tipo, de otra dimensión, es marcar un límite ilimitado, es entrar de lleno en el desbordamiento de lo inútil. Así como la quibla señala una dirección, esta puerta señala la entrada principal al palacio, y la llamo Puerta del Mar porque da al Bósforo. Las puertas y las ventanas en una casa marcan la frontera entre el exterior y el interior de la misma, protegen a sus habitantes y sobre todo, controlan el paso de objetos, miradas, o personas. Son una instancia de control. En Dolmabahçe la puerta del mar no controla nada porque delimita un espacio abierto: más parece una burla o un juego. Es una puerta-adorno, inútil. Aquí lo barroco alcanza su plenitud al dejar de lado lo utilitario y abandonarse en el dispendio, en un desbordarse en lo inútil. Es el gusto de ser por el ser mismo y nada más, sin un fin, sin un sentido. Esta puerta es absolutamente maravillosa: es una puerta-no puerta hecha de hilos de mar, para el mar, con el mar. Me quedo en los escalones viendo su transparencia calada: mar-barda, mar-puerta, mar-mar, hasta que todo desaparece y el mar me inunda, entra el mar hasta el palacio y eso es lo que seguramente quiso el sultán: desde su trono ver y estar y perderse en el azul infinito de lo eterno.
Pero nada de esto es cierto, porque ahora que veo las fotografías me doy cuenta de que SÍ HAY UNA BARDA: es una reja blanca sostenida por pequeñas y esbeltas columnas cada número de metros a todo lo largo del Bósforo. Está hecha de hierro forjado delgadísimo pintado de blanco en forma de ondulaciones que siguen las líneas de las olas y que en un punto dado, se desvía formando un semicírculo que acoge un embarcadero; es ahí donde sobresalen por su altura las dos columnas que sostienen la puerta de mar, esa que pensé estaba ahí, sola, sin muro, sin algo que le diera un sentido. ¿Cómo pude dejar de ver lo que ahí había? ¿Por qué no lo vi? Estoy desconcertada, claro que ahora por otros motivos: si no fuera por esas fotos… la imagen de ese lugar sería la que describí hace rato. La fotografía se convierte en un enemigo de la imaginación, la revienta, me despoja de mi recuerdo mágico, y quiero, como cuando era niña y me mandaban a dormir, seguir jugando, seguir armando mi puerta de papel. ¿Acaso no era mejor esa puerta maravillosa y extraña que la que ahora tengo que reconstruir con los fragmentos de una realidad que no me deja soñar? Mi cerebro creó el cuento de una puerta solitaria y absurda por donde el mar se desbordaba e inundaba el mundo de azul. ¿Qué me hizo pensar que no había barda? Seguramente se debe a que la barda es en realidad una reja de postes muy delgados, con una transparencia que deja ver el mar sin ningún obstáculo, el ser de color blanco y con formas ondulantes para confundirla con las olas, y el ser tan desproporcionadamente pequeña con respecto a las columnas que sostienen la puerta del mar, que simplemente desaparece. Sé que sólo busco excusas para justificar mi distorsión, que siempre habrá motivos para ver o dejar de ver algunas cosas en este mundo, pero es triste cuando la fotografía se impone a nuestra memoria poniéndonos en entredicho. Ahí está la reja, y no hay más qué decir. Siento tristeza por todos aquellos que sólo verán una puerta, ahí donde yo alcancé a ver el infinito.
Vuelvo al Palacio. Hemos tenido que hacer una larga fila para entrar al edificio. Nos hacen quitar nuevamente los zapatos pero ya no siento asco, me voy acostumbrando al hecho, los guardamos en una bolsa y los cargamos durante todo el recorrido. Entramos por una de las puertas laterales del palacio, la que mira al jardín geométricamente diseñado en donde nada es dejado al azar. El interior es oscuro porque la iluminación de las lámparas y los ventanales es insuficiente para llenar el inmenso espacio del salón. Aquí encontramos un sinfín de objetos laqueados al estilo chino en tonos negros, rojos y dorados que contribuyen a reafirmar las sombras; algunos lugares lucen más densos que otros dependiendo del lugar que ocupan los objetos y de acuerdo a sus propias tonalidades; el dorado de sus adornos espejea uno que otro guiño de luz pero siempre discreto; las más de las veces permanece en la penumbra. Junichirō Tanizaki, en su libro “El elogio de la sombra”, nos dice que las lacas decoradas con oro molido estaban hechas para ser vistas en lugares oscuros al igual que los tejidos que usaban hilos de oro y plata. Los lugares bien iluminados “sólo abaratan su cualidad misteriosa”. Ahora comprendo este amor por la penumbra en muchos edificios orientales y el gusto por los dorados en esculturas, vestimentas y detalles arquitectónicos. Yo, que estoy acostumbrada a vivir en lugares y espacios muy iluminados me cuesta comprender esta fascinación por la penumbra, este alejamiento del blanco que se empina en el espectro de lo negro. ¿Tendrán los orientales nombres para designar los tonos de negro como los esquimales tienen para designar las tonalidades del blanco? ¿Dónde yo veo negro ellos ven negruras? Mis ojos no están acostumbrados a estos matices y se vuelven ciegos a la oscuridad, igual que nuestras cámaras fotográficas que poco o nada de esta negrura pueden captar.
Miro el piso del salón. Está hecho de finas maderas en marquetería que recubren alfombras de muchos tamaños y colores. Nos piden que caminemos únicamente sobre el tapete que sirve de pasillo y que además, no toquemos nada, bueno, esto aunado a la amenaza de cancelar la visita en el momento mismo en que a alguien se le ocurra disparar un flash, y la tentación es grande, pues la oscuridad hace casi imposible tomar alguna foto medianamente pasable. Una mirada sospechosa recorre al grupo y se mira con especial intensidad al de al lado como para advertirle que nadie está dispuesto a tolerar que la visita sea suspendida. Para la mayoría de los que estamos ahí ésta será la única oportunidad de conocer Dolmabahçe. Me detengo un rato más admirando el parquet del piso: maderas de los más diversos colores tapizan de pared a pared todo el palacio; es una proliferación de fragmentos yuxtapuestos de múltiples texturas, de vetas encontradas sobre una superficie plana que no deja ningún intersticio o junta, que nos remite a eso que Deleuze llama una “artesanía ambivalente con movimiento pendular: artesanía que nos lleva, en un primer contacto, al asombro de lo continuo, de lo profuso, de lo indefinible… justo antes de que la geometría nos devuelva a la realidad asible de las diferencias, de lo organizado de su estructura matérica”, de la forma. Permanezco en la alfombra a pesar de que me gustaría caminar sobre ese piso que no se repite ni en sus formas, ni en su distribución: ya rombos, ya cuadrados, ya rectángulos, unos dentro de los otros, guías, cenefas, cuadrículas: un sinnúmero de combinaciones distintas. Alzo la mirada porque el guía nos está hablando de las columnas del palacio. Nos dice que no son de mármol, sino de madera pintada. Son perfectas: su acabado, color y brillo son el de la piedra. Ahora el engaño visual se lo lleva la fotografía, no habría más que tocarla para saber que no es de piedra. Ante estas columnas de apariencia granítica pero de esencia cálida y suave sólo puedo pensar en la contradicción que es la materia prima de la que están hechos estos parajes orientales, contradicción que surge cuando el tacto puede ver.
Caminamos a lo largo de varias estancias: la sala del piano, la oficina, la sala de té, el comedor, la sala de juegos, todo bajo una profusión de mesas, chimeneas, jarrones, tapices, floreros, sillas, adornos, lámparas, candiles, cuadros, hasta que llegamos a un distribuidor con un domo-vitral en el techo que deja pasar un torrente de luz multicolor. A sus pies vemos una escalinata de herradura doble cuyo barandal de postes de cristal cortado sostiene un pasamano de caoba finamente labrado. Es una escalera sacada de un cuento. Por supuesto que no nos recargamos en el barandal, ya fuimos advertidos de no tocar nada, y la subimos muy lentamente para no caernos. Es una escalinata como la que Cenicienta usó cuando salió corriendo perdiendo su zapatilla de cristal. Puedo ver la decepción en la cara del príncipe cuando no la puede alcanzar, pero también veo recuperar su ánimo cuando descubre ese objeto transparente y brillante hecho del mismo material que el barandal y que le permitirá encontrarla. La escalera termina en un pasillo que nos lleva al comedor. A la entrada vemos un colmillo de elefante del tamaño de una persona engarzado en plata egipcia de un color casi negro por lo que en un principio no la reconocí como plata: los occidentales estamos acostumbrados a verla brillante y clara a diferencia de los orientales que la dejan ir tomando su pátina negra sin nunca pulirla. Nuevamente nos encontramos con la oscuridad y su misterio, con esa “macilenta penumbra”, con esos “umbríos recovecos” que armonizan con la naturaleza mística del oriente (Tanizaki). El colmillo forma la estructura de lo que parece ser una lámpara de aceite, pero es tan minúscula con relación al todo, que no se ve ninguna lámpara, sólo el marfil de ese elefante que seguramente perteneció a un macho gigantesco. Hay otro colmillo igual en el otro extremo del pasillo, ¡perdón! quise decir otra lámpara.
El comedor es una estancia de grandes dimensiones en cuyo centro se encuentra una mesa de madera finamente labrada que parece “chícharo en olla” (así de grande es la estancia), y varias sillas de alto respaldo la rodean; del techo cuelga un candil de cristal cortado que nos dicen es de la cuarta parte de tamaño del que veremos en el Gran Salón Central. Tardan algo así como uno o dos meses en limpiarlo porque tienen que desmontar cada una de las pepitas de cristal. ¡Aquí hay tantas cosas que ver, que uno acaba por no ver nada! Apenas puede uno fijarse en aquello que el guía señala y a veces, ni en eso. En fin, así es esto de la abundancia de estímulos, cuando el cerebro se satura, se satura, y no hay nada que hacer; es como una mula sobreexplotada que simplemente llega un día en que se echa y dice: “háganle como puedan que yo, hasta aquí llegué”, y tan, tan. Me pregunto si los habitantes de este palacio tuvieron vida suficiente para mirar cada una de sus 340 habitaciones, o, al menos, observar con detenimiento una sola de las habitaciones pero en todos sus detalles: piso, mobiliario, tapices, techo, cornisas, lámparas, candiles, jarrones, estatuas, espejos, chimeneas, columnas, ventanas, vitrales, cojines, alfombras, cortinas, juegos, armería, manteles, vajilla, copas, etcétera, etcétera. Seguimos como autómatas al guía que ahora nos enseña las habitaciones del sultán y de la esposa en turno. Por unas escaleras secundarias y un tanto más discretas, más no por ello menos grandes, bajamos hasta el salón central donde el sultán se ocupaba de los asuntos administrativos del Imperio: es un cuarto de grandes proporciones con un deambulatorio en el entrepiso donde las mujeres asistían a las sesiones detrás de una celosía de madera; el espacio por encima del trono no lo ocupaba nadie porque “arriba del sultán, sólo está Alá”. A diferencia de los otros salones, éste se ve vacío. Una alfombra de dimensiones impresionantes cubre el centro del recinto. Nos hace gracia cuando el guía nos dice que la alfombra tiene más metros cuadrados que su casa. Ya no es tan gracioso cuando aterrizamos la broma y nos damos cuenta de lo absurdamente desproporcionado que es todo aquí y de las profundas desigualdades que privan en este país. Seguramente sobre esta alfombra se arrodillaban los súbditos frente al sultán, cuyo trono estaba orientado hacia la puerta principal del palacio. La puerta está abierta y coincide con la inmensa puerta de mar, esa que da al Bósforo. Me paro en el espacio que ocuparía el sultán y miro hacia esa puerta y la vista es espectacular: un rectángulo de luz entra al recinto en forma de mar, tierra y cielo enmarcado por el encaje blanco de la puerta de mar. La barca del visitante distinguido obstruiría momentáneamente la vista al Bósforo, pero no duraría más que el tiempo necesario para que bajara el personaje y su comitiva. Una escalinata de mármol los recibiría y los llevaría hasta la entrada del palacio. La barca se retiraría: nada debe manchar la visión del monarca.
Alzo la mirada y veo colgado del techo el candelabro de cristal cortado que nos habían advertido pesaba 4.5 toneladas y era el más grande del mundo. Gotas de cristal refractan la luz bañando de colores el recinto. A la fecha no comparto la fascinación que sienten algunas personas por estos objetos, ¿será su casi perfecta imitación del hielo, su artificio para detener el tiempo y el estado cristalino de un elemento tan voluble como el agua; o será una búsqueda de fijeza de lo frío aún en el clima más cálido? Agua que se olvida de su ser líquido. Agua atrapada en el recuerdo de lo sólido. Cristal de tierra que quiere ser agua, que la imita en su condición de cristal sólido. La sílice de plomo es el cristal puro, transparente y sonoro del candil que cuelga imponente del techo con sus cortes facetados que refractan la luz en todos los colores del arcoíris. Y en la palabra “sonoridad” me detengo, porque la tiranía del ojo siempre me arrebata los sonidos, me los oculta sin que me dé cuenta y acabo por olvidarme de que existen: así que ahora imagino una fuerte corriente de aire entrando por la puerta moviendo los miles de cristales del candil haciéndolos chocar unos contra otros, componiendo una sinfonía singular de múltiples y pequeños tonos cristalinos. El sonido me envuelve transportándome a otro lugar: a una cortina hecha de hilos de cuentas de cristal que tintinean al paso de una presencia que nunca se revela, partículas sonoras que impactan mi cerebro. Pero regreso al Gran Salón donde imaginé una ráfaga de aire entrando por la puerta aunque afuera no se vea ningún movimiento, y construyo una escena posible en este salón tan especial. El viento entrando por la puerta del Mar mueve el candil de un lado a otro balanceándolo peligrosamente; imagino las caras de terror de los guardias palaciegos ante el inminente derrumbe del candil. El cable que sostiene al gigante se rompe desplomándose con un estrépito que nos hace dar unos pasos hacia atrás. Pocos sonidos resultan tan liberadores: el cristal rompiéndose en fragmentos que recuerdan su origen de polvo de sílice. Una sonrisa cruza la cara de todos los presentes, aún en la de los guardias, que por un momento, olvidan su papel de controladores del orden; la sonrisa se convierte en una explosión de carcajadas cuando un alguien no puede contenerse y se escapa en un devenir niño que festeja el acontecimiento más emocionante de su vida. El fantasma de la ópera hace acto de presencia entre nosotros: ahí, donde ninguna escena: ni el secuestro de la cantante, ni el origen miserable del fantasma, ni el encuentro a muerte con el amante se pueden comparar con la experiencia catártica de esa caída de la araña de cristal en medio del teatro. El desorden se contagia a todos los presentes que nos reunimos alrededor de la lámpara abandonando nuestros puestos. Los guardias y el guía se nos unen y nos ponemos a bailar brincando y gritando alrededor del monstruo caído. Pero todo esto sólo lo imaginé. Una voz me regresa al Gran Salón y a la realidad de que el recorrido ha terminado.
Salimos por la puerta principal hasta la escalinata de mármol donde nos sentamos a descansar un rato. Nos ponemos los zapatos. Frente a mí veo esa desproporcionada puerta del mar, y a través de ella, el Bósforo. Respiro, veo el mar. Giro un poco la cabeza para mirar el palacio: la imponente fachada se me viene encima. Dicen que es el Versalles de Estambul por su influencia europea y en muchos aspectos lo es, llegando a combinar formas europeas con asiáticas. Europeo en la distribución de los espacios y en su decoración, en este afán casi obsesivo por acumular objetos que llenen los espacios y que no es otra cosa que un gran miedo al vacío, miedo que no se logra conjurar porque lo molar nunca puede llenar todos los huecos: sólo lo molecular ocupa todos los espacios, como esas sombras del mundo oriental que no necesitan de objetos porque la oscuridad se basta ella sola. Asiático en esos elementos árabes que son demasiado fuertes para ser subestimados, la apertura al infinito en la repetición molecular de sus bóvedas, en sus vitrales, en su marquetería, en sus ventanas y arcos ojivales, en la espuma blanca de la herrería, en esa puerta hecha de mar…, su capacidad para crear espacios cerrados que producen abierto de múltiples maneras. Miro nuevamente la puerta y el mar. Respiro la brisa. Me quedo en silencio. Miro el mar.
Los visitantes se han alejado dejándome sola. Entonces, y sólo entonces, me viene a la mente el poema de Rubén Darío que dice: “Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia sutil de azahar; yo siento en el alma una alondra cantar: tu acento. Margarita, te voy a contar un cuento. Este era un rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha de día y un rebaño de elefantes, un kiosco de malaquita, un gran manto de tisú y una gentil princesita, tan bonita Margarita, tan bonita como tú”.
Yo soy Margarita y estoy frente al mar.
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