Vuelvo a las piedras de Santa Sofía, los tableros de mármol de las paredes fracturan con sus colores la luz de los vitrales sintiéndome dentro de un prisma. Camino por la nave lateral hasta una puerta que señala el camino hacia el deambulatorio. Es una rampa en espiral como de dos metros de ancho. Algunas linternillas dejan pasar una luz indirecta. Es un pasadizo misterioso que me hace sentir dentro de un castillo medieval. Hay cuatro rampas como ésta en cada extremo de la Basílica pero sólo dos están abiertas al público. Me imagino los caballos turcos profanando sus piedras, sus cascos multiplicándose produciendo un ruido ensordecedor, una caballería entera, una horda de infieles se divierte entrando a la Basílica subiendo por un extremo y bajando por el otro, rayando con sus espadas las imágenes de precioso mosaico. Si yo fuera turco, también habría jugado a las carreras y también habría herido con mi sable esas pinturas que me miran como si no pasara nada, serenas, impasibles. Somos varios jinetes con los caballos más veloces. Nos colocamos a la entrada de la rampa esperando la señal del líder que va al frente y espoleamos los caballos en cuanto baja el brazo para salir enfilados de dos en dos. El sonido de los cascos nos anima. Las vueltas son muy angostas y un caballo se resbala y cae sobre los que van atrás: las piedras están muy lisas. Seguimos el curso de la rampa hasta llegar al deambulatorio y galopamos cerca uno del otro para alcanzar el otro extremo por donde bajaremos. El techo bajo de la rampa y un mejor agarre hace que nos doblemos por la cintura: subimos y bajamos varias vueltas. Pero no soy turco y estoy en el siglo XXI y me encuentro ya en la galería frente a una serie de carteles que muestran los mosaicos bizantinos de la basílica. Así se verán muy pronto, cuando terminen de restaurarlos. Me acerco al frente del templo y me asomo al balcón para ver la nave desde arriba. Alzo la mirada hacia la bóveda semiesférica que remata el altar descobijado y veo a la patrona titular del templo: a la Santa Sabiduría sentada en su trono con el Niño Jesús en brazos. Es difícil desfeminizar este ícono y transformarlo en “un” atributo divino. Por más que trato, sigo viendo a una Virgen con un Niño en brazos. El trastocamiento de géneros está inmerso en la lengua misma, pues “una Santa” es una santa y no un santo, y una mujer con un niño en brazos es una mujer y no un hombre. La imagen y su nominación producen un equívoco difícil de superar: sé que no es una Virgen, pero yo sigo viendo a la Virgen con el Niño en brazos, y sin embargo, me gusta pensar que la Sabiduría esté representada en una figura femenina. El mosaico recubre un cuarto de esfera siguiendo el contorno de la bóveda. Desde esta altura se aprecia mejor. El arco que la enmarca esta custodiado por dos ángeles San Gabriel, guardianes de la sabiduría divina. ¡Pensar que este muro de cuarenta metros de altura estaba cubierto de oro, plata y piedras preciosas; que era uno de los altares más ricos del mundo católico y que los turcos arrancaron a pedazos en uno de los eventos de pillaje más dramáticos de la historia de Estambul! Ahora miro hacia la gran cúpula: en las cuatro pechinas que la sostienen veo unas imágenes extrañas que no puedo definir. Luego me entero que son querubines y entiendo porqué parecen todo menos ángeles: eso de tener seis alas es muy complicado, ya no queda cuerpo que ver: “con dos cubrían su rostro, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban”, así los describió Isaías en una visión que tuvo de ellos. Más parecen animales que ángeles, capullos emplumados que palpitan con el paso de la luz por sus cristales. Y no estoy lejos de errar en esta apreciación zoomórfica, pues Ezequiel los describe como: “seres de cuatro caras con cuatro alas, de piernas rectas y pies semejantes a los de un buey, y relucientes como bronce pulido. Por los cuatro lados, de debajo de las alas, salían manos humanas. Yo los vi de frente con cara humana, pero la cara derecha era de un león y la de la izquierda la de un toro y los cuatro tenían la cara de un águila”. Bueno, ahora me doy cuenta lo fácil que resulta caer en una absoluta confusión de formas: ¿son ángeles, son humanos, son animales? ¿Son uno sólo o son cuatro en uno? Los sigo viendo como capullos de color rojo quemado, rodeados de un halo emplumado color azul con las puntas blancas, y en lo que sería la cara, una elipse de color amarillo con una estrella en el centro, seres angélicos encargados de trabajar por la sabiduría, por la Santa Sabiduría a la que está consagrado este templo. Su tamaño es difícil de calcular pero deben medir unos diez metros cada uno y parecen sostener con sus alas la gran cúpula que representa la bóveda celeste donde habita Dios. Ezequiel nos lo vuelve a confirmar: “Encima de la cabeza de los cuatro seres había una bóveda, con la transparencia de un cristal resplandeciente, la cual descansaba sobre ellos. Los seres sostenían la bóveda con dos de sus alas alzadas, una junto a la otra, mientras que se cubrían el cuerpo con las otras dos”. Ángeles sosteniendo el gran domo de Santa Sofía, cúpula que es la bóveda celeste donde habita Dios, ángeles custodios, ángeles guardianes de la sabiduría divina. Si vuelvo a Santa Sofía iré a ver a estos querubines y me quedaré a contemplarlos un largo rato, son lo extraño, son lo raro que fascina. Dejo a mis ángeles para caminar hacia el otro extremo de la galería, pero antes, vuelvo a mirar la gran cúpula: a pesar de que actualmente no vemos en el ábside más que un salmo en letras árabes y una especie de flor amarilla como si fuera un sol, me puedo imaginar la gran bóveda celeste brillando en mosaicos azules y dorados siguiendo el contorno de estrellas, ángeles y a Dios Padre en el punto más alto presidiendo todo el templo, tal como se puede ver en la hermosísima iglesia de Chora, ese templo cristiano transformado en museo aquí mismo en Estambul, donde la profusión de mosaicos no deja un sólo espacio libre: muros, bóvedas, pechinas, ábsides, nervaduras, dinteles, arcos…, recinto que, con infinita tristeza debo decir: ¡no veré, no veré, no veré!, lo repito tres veces para enfatizar mi pesadumbre: ¡No veré Chora!, será la Gran Ausente en este viaje: tendré que conformarme con la guía que tengo en mis manos, con esta Chora de papel.
Sigo en Santa Sofía. Llego a un recodo en el otro extremo de la galería donde, sobre uno de los muros se ve un mosaico parcialmente restaurado con la imagen de Jesús en el centro, la Virgen y el Bautista a su lado, pero mi vista no se detiene ahí, porque hay un ventanal que se abre al exterior y no puedo dejar de mirarlo: sobre un fondo azul que es la confusión del cielo y el mar, destacan en un primer plano, más oscuras, las cúpulas de la Basílica cubiertas con placas de plomo, sus mástiles dorados con la media luna, y en un segundo plano, más claras, las cúpulas de la Mezquita Azul y sus alminares; es el ojo de Santa Sofía que mira a su hermana desde las alturas. Es una línea de fuga por donde el templo se escapa y me pregunto si esta ventana ya estaba o fue hecha por los turcos para introducir su mezquita al templo cristiano, para que el visitante no se fuera a olvidar que, aún dentro del universo cristiano, esto es Estambul. El efecto se logra: el visitante se detiene frente al ventanal fascinado por esta pintura que capta cada instante del paisaje islámico en su rotación solar, olvidándose por completo del espléndido mural que tiene a su lado.
Pero regreso al mural de mosaicos que apenas dejé y me coloco frente a él. El fondo está hecho de millones de mosaicos dorados que siguen unas curvas progresivas llamadas opus vermiculatum o trabajo de gusano porque su distribución imita el movimiento de estos animales al arrastrarse por la tierra: son como pequeños torbellinos dorados que se repiten una y otra vez hasta llenar todo el muro. El mural comienza a moverse por sí mismo con el paso de la luz como si millones de gusanos estuvieran pululando en su superficie. Mirarlo me produce una especie de suspensión anímica que casi detiene mi respiración para luego entrar en un estado de trance que acelera mis latidos cardiacos: a la experiencia molecular e intensiva del mosaico se le añade la dimensión pulsante del vermiculatum. Sobre este fondo tan singular se recortan tres figuras: la de Jesús, la de la Virgen María y la de San Juan Bautista. Los halos sobre las cabezas, los adornos de las vestiduras y los objetos sagrados modifican la distribución de las teselas del fondo para alinearse según el objeto que cubren. Así, las túnicas, los mantos, los filos y la Biblia que sostiene Jesús en sus manos, cambian de una distribución vermiforme a una lineal. En cuanto a las tres aureolas que rodean las cabezas de las tres figuras, pensaría que las líneas de teselas se curvearan siguiendo el contorno del anillo de mosaicos azules que marca el límite del halo: sin embargo, esto sólo sucede en el caso de la Virgen y el Bautista. Pero la aureola de Jesús presenta una característica particular: la distribución vermiforme de las teselas doradas permanece igual, no cambia; sólo el espacio comprendido dentro de una cruz delineada en azules que rompe el halo en sus vértices cambia la distribución de las teselas a líneas rectas al igual que sus vestiduras y la Biblia, como si la santidad de Jesús no modificara la naturaleza del espacio que lo rodea, como si la cualidad reverberante de un estado intensivo y vibratorio como el que encontramos en el fondo del mural no se viera interrumpido en la figura de Cristo; como si Su santidad fuera de la misma naturaleza que la del Cosmos que lo rodea; como si Jesús y el Cosmos fueran uno mismo y el mismo. Si no, ¿por qué es el único que no modifica la distribución de los mosaicos ahí donde se hace presente su naturaleza espiritual: en esa aureola dorada, y sí se modifica ahí donde se hace presente su naturaleza humana: en las vestiduras, en el libro y en el madero de la cruz? ¿Es la santidad humana distinta de la santidad cristológica? Hipótesis: ¿En el hombre la energía cósmica se deforma (se curvea y se alinea) para hacerla entrar a un orden humano y por ello es distinta a la de Cristo? ¿Pierde potencia con ello? Independientemente de que esto sea cierto o no, los artistas bizantinos quisieron marcar una diferencia entre la santidad de un ser divino y la santidad de un ser humano; y lo hicieron de una manera absolutamente original. De todos los mosaicos que se encuentran en Santa Sofía es el único que presenta estas características de fondo vermiculatum y es, sin lugar a dudas, el mejor trabajado, el más detallado y el más pensado.
Vuelvo a salir a la calle y dejo atrás a Santa Sofía.
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