jueves, 8 de septiembre de 2011

ESTAMBUL 5 (Mosaicos Sta. Sofía)

Se están restaurando los mosaicos de la iglesia rescatándolos de su entierro blanco hecho de capas de yeso y pintura. Minúsculos cuadritos irregulares de piedras de colores forman imágenes de santos, vírgenes, jesuses, dioses padres y monarcas; los mosaicos dorados se apoderan fastuosamente de las imágenes adornando coronas, aureolas, joyas, vestidos, báculos, fondos de cuadros; lo dorado también  se extiende a los elementos arquitectónicos de la basílica cubriendo los frisos, las columnas, los domos, los arcos. Todo el recinto parece brillar con oro como si fuera un inmenso cofre; me parece estar viendo el interior del Arca de la Alianza, esa que nadie sabe donde está, pero que todo mundo sabe cómo es por estar registradas sus medidas, su forma y sus materiales en el libro del Éxodo.
El arte bizantino de los mosaicos hace rizoma con el arte pictórico del puntillismo impresionista, pero también con los cuadros o pixeles de las imágenes digitales de hoy. Sus frecuencias vibratorias transitan los mismos espacios: imágenes hechas de ondas lumínicas, incisivas, puntos de acupuntura en el ojo y en el cerebro. Es la sensación de la cosidad de los objetos. Se trata de captar el movimiento de las ondas lumínicas, desechando la dimensión estática de la retina, que detiene la pintura en una combinación específica: la mezcla.  El color puro, sin mezcla, es la dimensión dinámica de la obra de arte. La distancia y el ojo se erigen en el dios ordenador, creador de los matices que interrumpen su tendencia infinita.  Viendo los mosaicos de cerca, las imágenes muestran su dimensión atómica, molecular, estridente, intensiva… como las pinturas de Van Gogh, donde ya no hay líneas ni formas sino “objetos que parecen movidos por convulsiones, paisajes cardados por el punzón del pintor”, nos dice bellamente Antonin Artaud, agregando que: “después de Van Gogh, nadie ha sabido agitar el gran címbalo que hace vibrar los objetos de la vida real, su pintura es un bombardeo meteórico de átomos en el que sobresale cada grano”. Veo los mosaicos bizantinos y recuerdo este pensamiento artaudiano, y recuerdo esa pintura que me llevó a visitar la ciudad de Amsterdam.  Los cuervos pintados dos días antes de morir es mi meta en el Museo Van Gogh. Camino por sus salas deprisa sin apenas fijarme en nada que no sea esa pintura que busco afanosamente. La obra única, afirma Barthes, vale por todas las obras, no porque las represente sino porque es la entrada a una red de vasos comunicantes con las otras. Y por eso vengo a ver a la que ha llenado mi imaginario por mucho tiempo.  ¡Por fin estoy frente a la pintura! Se encuentra en el tercer piso del museo, en el último rincón de sus salas. Me recargo en una columna que apenas y deja espacio para verla en perspectiva. Esto es extraño. Yo la habría colocado en un lugar especial, a ella sola, sin que nada ni nadie le hiciera sombra. No lo entiendo. Tal vez para el curador del museo Los cuervos no es “La pintura” de Van Gogh, aunque para muchos de nosotros sí lo sea. He contemplado su imagen tantas veces en papel… en palabras, que la tengo impresa en la memoria, pero nadie mejor que Artaud para mostrarla:
¿Alguien vio alguna vez una tierra semejante al mar como en esta tela? Aunque la tierra no puede hacer galas del color de un mar líquido, es justamente como un mar líquido que Van Gogh plasma su tierra como una serie de golpes de azadón e inunda la tela de un color de borra de vino; y es la tierra con olor a vino la que todavía salpica entre oleadas de trigo, la que eleva una cresta de gallo oscuro contra las nubes bajas que se amotinan en un cielo azul; y la magnificencia con que están representados los cuervos, ese color almizclado, de nardo extravagante, de trufas, podrían provenir de un gran banquete, sobre un cielo rebajado, como delineado en el mismo instante en que él se liberaba de la existencia.
Ante esta descripción no me queda más que guardar silencio pues ya se ha dicho todo y me pongo a contemplar extasiada este mar de tierra que me coloca frente al abismo, frente a ese “cóncavo minuto del espíritu” del que nos habla José Gorostiza y que no es otro que ese instante en que podemos ser verdaderamente libres.  Una pintura es eso: una ventana, una abertura, una salida, una línea de fuga a través de la cual el observador se escapa. ¡Adiós!
Estoy de regreso en Santa Sofía. Camino hacia una de las naves laterales. En cada rincón encuentro un detalle, una imagen, un altar, una columna, algo en qué fijar la mirada. La luz entra por unos vitrales que lanzan franjas luminosas rallando el espacio depositándose en el suelo, en las columnas, en las paredes de mármol. Me detengo a contemplar las paredes porque las hay de muy diversos colores: rojo, negro, verde, rosado, blanco, azul, amarillo. Son bloques de piedra inmensos con sus vetas negras, blancas, grises…, vetas y tonalidades que funden la roca haciéndola fluida, dureza que escapa por sus vetas y que me recuerdan su origen líquido. Templo hecho de piedra. Aquí todo es de piedra: el piso, las paredes, el techo, las columnas, los arcos, los dinteles, las imágenes, los altares. “Yo te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno jamás prevalecerán contra ella”, le dijo Jesús a Simón, y la Iglesia fundó su imperio sobre la tradición de piedra de Roma. Porque Roma era el Rey Midas de la Antigüedad: todo lo que tocaba lo convertía en piedra. Por eso la piedra de Roma la encontramos en cada rincón del que fue su Imperio; al igual que el Vesubio, lanzó al espacio su lava negra de esclavos cargadores de piedras para edificar sus palacios, sus templos, sus casas, sus obeliscos, porque en la piedra quedaría grabado su poderío. Piedra-poder, piedra-permanencia, piedra-muralla de Teodosio con sus 96 torres ahora en ruinas que rodea la parte antigua de Estambul y que protegió a Bizancio durante mil años de los ataques enemigos; piedra-acueducto de Valente de doble arcada que llevaba el agua del bosque de Belgrado a la fuente ninfeum y era la principal proveedora de agua dulce de la ciudad; piedra-Torre de Gálata de 60 metros de altura desde donde se puede ver todo Estambul;  piedra-cisterna de Yerebatán con sus cientos de columnas y sus cabezas de Medusa;  piedra-iglesia de Santa Sofía y sus piedras-columnas, piedras-tableros de múltiples colores que me recuerdan el piso de la Basílica de Santa María de los Ángeles en Roma, donde se ve pintado con mármol un espacio estrellado con el mundo al centro, la Cruz de Cristo elevándose hacia el cielo y unas lenguas de fuego de mármol amarillo y rojo que miran hacia el altar, todo el símbolo enmarcado en un polígono que adorna el centro de la nave principal; y rayando diagonalmente el templo, sobre un lienzo de marquetería en mármol negro, amarillo y blanco, el Gran Meridiano de Bianchini, construido en base al diseño original de Miguel Ángel, reloj solar que marca el calendario gregoriano y el paso de las estaciones con sus signos zodiacales: el león con su melena ocre saltando, sus garras, sus ojos, su boca, todo perfectamente delineado hasta en sus mínimos detalles con mármoles de colores; el cangrejo, los gemelos, los peces, el toro, el escorpión, todos, una obra de arte de incrustación pétrea. Me quedo contemplando fascinada esta pintura mural que se despliega bajo mis pies; sigo sus líneas y busco mi signo zodiacal: Piscis, dos listones anudados por una estrella amarran las aletas posteriores de dos peces color azul verdoso, los listones siguen la línea estrellada de la constelación; uno de los peces tiene la boca abierta y se le ven unos dientes pequeñitos como si fueran pirañas; ambos miran hacia arriba y tienen sus aletas dorsales divididas en espinas; nadan sobre un mármol de agua. Y para completar el reloj, el Ojo de Dios o foro gnómico que mira escondido en lo alto de una cornisa de 20 metros por encima de nuestras cabezas muy difícil de localizar, tanto, que pregunto a la persona de al lado si sabe dónde está, y me lo señala con el dedo, agujero por el cual pasa un rayo de luz cenital marcando las estaciones del año pero también mirando a los hombres acá abajo, siguiendo ese trazo que el artista diseñó para que la mirada de Dios no se saliera de la línea marcada por la ciencia y el arte. Una barra de bronce camina a lo largo de todo el meridiano partiendo de unos círculos concéntricos que marcan la órbita de la estrella Polar por 800 años y en cuyo centro encontramos el escudo papal. El rayo solar se refleja en la barra como una pequeña gota de ámbar que se estira o se contrae según la inclinación del rayo, marcando en su recorrido los días y los meses, los equinoccios y los solsticios, todo un tratado de astronomía gregoriana.

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