domingo, 11 de septiembre de 2011

ESTAMBUL 4 (Sta. Sofía)

En cambio, entrar a Santa Sofía es entrar a lo ya conocido: a una basílica cristiana. A pesar del esfuerzo que los turcos (o, ¿debo decir los “trucos”?) hicieron para transformarla en una mezquita, el edificio sigue llevando la impronta de una iglesia. Una antecámara nos recibe con la imagen de Dios Padre (un “Pantocrátor”) hecha de mosaicos a la manera bizantina;  ésta cubre una media cúpula haciéndonos elevar la mirada hacia el cielo. La imagen nos parece decir: “Esta es mi casa y eres bienvenido”,  y confiados entramos a la basílica por la puerta principal.  Mis pasos resuenan en las piedras que cubren toda la extensión de la nave produciendo un hermoso eco al fondo del recinto. Sonido que me repite con cada paso la reconfortante frase: “SOY ALGUIEN”. Aquí no hay alfombra que anule-me-anule mis pasos como en la mezquita, y con ellos se reafirma mi cuerpo, y con mi cuerpo, mi persona. Aquí SOY ALGUIEN y eso me da confianza. Mis pasos se unen a los de los demás en un coro de sonidos: unos quedos, otros agudos, otros graves, cada uno distinto según la suela del zapato y el andar. Piso con más fuerza para confirmar mi presencia. Entrar a Santa Sofía me hace actuar como  una niña.  No, no actúo como…, devengo niña y me pongo a jugar a pisar fuerte y escuchar el eco de mis pasos: TUN, TUN, tun, tun, tun, tun. Pero me detengo un momento para contemplar la basílica: el espacio se dilata frente a mí en una explosión de luz y belleza. El asombro me invade y caigo en la cuenta de que aquí nada obstruye mi mirada, ella viaja libremente hasta el último rincón del templo. Más, ¿puedo decir sin obstáculos cuando un andamiaje obstruye completamente el costado derecho de la nave? ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué no lo veo? Porque mi mente lo elimina al construir su imagen especular: la ventaja de lo simétrico, siempre se puede completar. Por otro lado, aquí el vacío lo lleno sin problemas: no hay bancas, pero yo las veo formando hileras en perfecta alineación dejando un pasillo central; ya no hay oficios y, sin embargo, yo guardo silencio porque es un lugar que me infunde reverencia; ya no hay altar, pero me parece verlo en todo su esplendor iluminado en oro y piedras preciosas gracias a la luz que proyecta una ventana. Aquí el espacio habla: nada se deja al azar, todo tiene un lugar, un sentido y un significado. El Orden y la planeación son su ley.  El espacio también está cuadriculado aunque no haya líneas que lo indiquen: hay un frente señalado por el altar, un centro que es el lugar que ocupan las bancas con los feligreses, un atrás que es la entrada, un alto donde va el coro y unos lados que son los ambulatorios: nada ni nadie se pierde aquí, en todo momento se sabe dónde se está y quien se es: yo, un feligrés católico que camina hacia el altar por una doble hilera de columnas que marcan no sólo el paso lento del caminante, sino que me guían hacia adelante gracias a la perspectiva visual que construyen; “mira”, me están diciendo, “el camino se irá angostando conforme te acerques al altar para que no te pierdas, y una vez ahí, alzarás la mirada hacia el cielo de la gran cúpula que parece flotar sobre el templo”.  Pero cuando me acerco al altar, me doy cuenta de que ya no hay altar y que ha sido sustituido por una hornacina señalando la Meca. Está descentrada unos veinte grados con respecto al eje central de la basílica y apenas sobresale de la pared. Se percibe como algo que ha sido arrojado a un rincón para que nadie lo vea. Los escalones que llevan al altar confirman el desplazamiento: estamos frente a una dislocación de sentido que pone en evidencia la falsedad del elemento islámico en un templo cristiano. La plataforma que habíamos visto en la mezquita se encuentra aquí a un lado del “altar” apoyada en una de las columnas que sostienen el gran domo, y el púlpito de escaleras rectas que representan la escalera por donde Mahoma llegó al cielo, se encuentra al lado derecho de la quibla. Los elementos islámicos están puestos ahí de manera forzada, no funcionan con el conjunto, pierden fuerza. Todo trastrocamiento surge cuando los elementos de un conjunto buscan cohabitar o trabajar juntos y ambos tienen por lo menos un elemento ordenado en su interior. Y si hay un elemento inamovible en el rito islámico ese es la quibla. Cuesta trabajo imaginar las hileras de hombres rezando inclinados hacia la Meca en una línea oblicua al eje central de la nave. Ese pequeño diferencial que no se llena basta para que la pluralidad aborte. En la pluralidad no hay espacios vacíos, los elementos aleatorios del conjunto funcionan como moléculas ocupando hasta el último rincón de las estructuras molares o rígidas; como no tienen una dirección ni un sentido se distribuyen libremente: para ellas no hay Meca ni Jerusalén.  Esto es lo que sucede en San Juan Chamula,  donde el ritual maya no tiene elementos fijos y el espacio molar cristiano es usado por feligreses y chamanes para sus fines y no al revés. El rito indígena es de naturaleza molecular y sigue movimientos vibratorios: cada chamán es independiente del otro y se distribuye a donde sea (cualquier huequito es bueno), no precisan de una dirección determinada y por eso el altar sólo se usa como mesa; un rezo no se interrumpe con el de junto porque no hay unidad de rezos; las llamitas de los cientos de velas que pueblan el piso, delgadísimas (a diferencia de los gruesos cirios católicos) hablan de una repetición infinita, de una luz microfracturada, electrónica, que simula la estridencia de un insecto y que traspasa el cuerpo movilizando cada uno de sus átomos. Por eso en Santa Sofía la pluralidad es ficticia, los distintos elementos no trabajan juntos: la ligerísima falta de  flexibilidad (la dirección de la quibla) es suficiente para hacer del elemento islámico un pegote fuera de lugar; su posible fuerza queda neutralizada frente a la avalancha molar del elemento católico. Y es así como, nada más se entra a Santa Sofía, ya se sienten como intrusos esos inmensos platos con inscripciones árabes que cuelgan de cada una de las principales columnas. He de decir: ¡horrendos!

No hay comentarios: