miércoles, 5 de octubre de 2011

ESTAMBUL 2 (Mezquita Azul)

La mezquita es el mar o el desierto deleuzianos, el espacio liso donde no hay puntos de referencia, ni marcas delimitantes. Es el espacio nómada donde los elementos carecen de una posición fija, siempre móviles y distribuidos al azar. El caos es su naturaleza.  Desorden que incuba vacíos. Vacíos que fracturan el entorno produciendo infinito. En otros espacios arquitectónicos la repetición del orden es lo que abre una ventana al infinito: es el caso de la Catedral-mezquita de Córdoba en España, donde el infinito surge de la repetición interminable de columnas y arcos: columnas moras sobre columnas visigodas, arcos moros sobre arcos visigodos pintados con franjas alternativas en rojo y blanco, rojo y blanco, rojo, blanco, siguiendo el arco de un círculo invisible, que se repite y se repite como en un juego de espejos, nervaduras que proliferan en otras nervaduras, mármol hecho filigrana de espuma, etéreo; capiteles “nido de avispa” de hileras de celdillas amontonadas cada vez más pequeñas tratando de alcanzar un punto de fuga.
La mezquita es el espacio táctil, es el espacio sonoro: aquí lo visual pierde todo su poder. El recinto se convierte en un mercado de voces que murmuran rezos altisonantes y que no se acaban, van, van, van, sin pausa, sin descanso. Barullo que se une al asombro de los visitantes que susurran y comentan. Es una mezquita-mercado y Jesús sacaría a latigazos a los mercaderes por estar profanando la casa de Dios;  pero este no es un templo cristiano, ni su dios habita en él.  Pero… por un instante, yo me sentí en ese mercado.
***
Salimos por fin de la mezquita. Nos volvemos a poner los zapatos pero antes me quito las calcetas que están húmedas y las guardo en la bolsa de  plástico para lavarlas más tarde. Una caja metálica con una ranura en su extremo nos pide unas yeni liras turcas (“nuevas liras turcas”), pero no me detengo, busco alejarme lo más pronto de ahí. Sentada en las bancas del parque que rodea a la mezquita, trato de olvidar por unos momentos lo que acabo de vivir y miro a lo lejos a Santa Sofía: la iglesia-mezquita. Es hermosa. Me atrae su gran cúpula en forma de gorrito invernal (de esos que rematan en una pequeña bolita en la punta) y el color rosado de sus muros; pero sobre todo, me atrae esa pared, que ligeramente sumida imita el perfil de la cúpula y se tiñe de un rosa profundo. Aquí no veo ningún harem de cúpulas y los alminares son toscos, pero el conjunto fascina: es como la síntesis de su hermana gemela a quien mira a lo lejos. Una frente a la otra. Una disfrazada de mezquita, la otra creada para competir con ella. Me pregunto si se platicarán algo… después de quinientos años, ¡seguro que Sofía debe hablar turco! Luego me entero de que no fue un templo dedicado a una Santa, sino que es uno de los tres títulos dedicados a Dios o la tercera persona de la trinidad según quedó asimilado en el pensamiento cristiano después del siglo IV de nuestra era: es la “Santa Sabiduría” o, la Divina Sabiduría o, “Aya Sofia”. La Divina Paz o “Aya Irene” y el Divino Poder o “Aya Dinamus” son los otros dos títulos divinos. Aquí mismo en Estambul encontramos una iglesia dedicada a “Aya Irene”, pero el Divino Poder, ése, yo creo, se quedó sin casa.

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