miércoles, 5 de octubre de 2011

ESTAMBUL 1 (Mezquita Azul)

Una cabellera extraordinaria se cruzó frente a mí en el vuelo a Estambul. No tendría más de veinticinco, de rostro común, turca ciertamente. Esa cascada de rizos oscuros y brillantes que le llegaban a la cintura me decía algo de estas mujeres y también de sus hombres que buscan ocultarlas. Se trata de evitar la exposición a la mirada ajena de uno de los signos de seducción más antiguos y más fuertes que han existido. Y no sólo hablo de la cabellera de una mujer sino también de la de un hombre. Pero en estas latitudes el signo en lo femenino es el que debe ocultarse: evitar esa mirada que se enredaría en los hilos de seda de las mujeres turcas. El hombre puede exhibir y exhibirse cuanto y lo que él quiera.
Y son precisamente estas cabelleras las que no volví a ver durante el tiempo que estuve en la ciudad: pañoletas en unas, velos negros en otras, cualquier lienzo era bueno para ocultar esa belleza reservada únicamente al hombre de la casa.
Aquí nació Medusa, la de cabellos de serpiente, esa mujer convertida en monstruo por los celos de una diosa. ¿Y cómo no iba a celarla si aún monstruosa seguía fascinando?  Por eso los griegos la hicieron un mito y los romanos se la robaron y gracias a ello pude ver, sí, antes dije mal, dos cabelleras de piedra enmohecida por el paso del tiempo en las profundidades de una cisterna que subyace junto a la iglesia de Santa Sofía, en la parte antigua de Estambul. Y es que esta cisterna está construida ocho metros bajo tierra a la manera de un palacio con cientos de columnas, todas de mármol, que sostienen igual número de arcos y bóvedas de ladrillo rojo. No puedo evitar pensar que puede irse la luz convirtiéndose este lugar en algo temible. Sin embargo, así iluminado, es un lugar mágico: las columnas se reflejan en el espejo de agua sobredimensionando el espacio dando la impresión de estar frente al infinito. Aquí me podría quedar un buen rato. Hay poca gente y eso lo hace más agradable. Caminamos por un pasillo hasta el fondo de la cisterna para encontrarnos con las Medusas. Sabemos por algunos letreros que ahí se encuentran. Son dos cabezas de gran tamaño que forman la base de cada pilastra. Una está de cabeza y la otra de lado; extraña posición la que está de lado, pues la primera sigue el fuste de la columna como si éste fuera su cuerpo. De todas las columnas que ahí encontramos sólo tres están labradas: las dos medusas en el tiempo de la conquista de Bizancio por los romanos, y una tercera con el fuste tapizado de “ojos turcos” labrada después de la caída de Constantinopla.
 El mito griego de Medusa habla de cómo una hermosa joven fue transformada en monstruo. Un día se encontraba en el templo de Atenea mirando su rostro reflejado en un espejo de agua, cuando dijo en voz baja: “Soy hermosa, incluso más que la diosa a la que está consagrado este templo”. Enojada la diosa la convirtió en monstruo y la mandó a vivir al país de la Noche con las que ahora serían sus hermanas: las horribles Gorgonas.  Medusa quedó convertida así en ser contrahecho de cuyas espaldas nacían dos enormes alas cubiertas de plumas doradas y en lugar de manos y pies, tenía unas garras de metal; en vez de cabellos, un sinfín de serpientes venenosas se retorcían sobre su cabeza; de su garganta sólo brotaban terribles rugidos. Cualquiera que mirara su rostro sentiría tal miedo, que quedaría convertido en piedra. Perseo logró matar a  Medusa cortándole la cabeza, la metió en una bolsa y se la llevó consigo pues seguía conservando el poder de matar a quien la viera.  Los romanos se apropiaron de esta cabeza para usarla como amuleto en sus casas, ahuyentando a todo aquel que intentara entrar sin su permiso. Por eso las encontramos aquí, en este lugar de sombras perpetuas, en la profundidad de la Gran Cisterna de Yerebatan. Verlas ahí, enmohecidas por el tiempo y la humedad en lo más profundo de la cisterna es encontrarse con la Gorgona del mito griego.
Ésta es la tierra donde habita la Medusa y las mezquitas se construyeron para ocultarla, para cubrir su cabellera con el oro y el bronce de sus múltiples cúpulas-cisternas, cúpulas-pañoletas, cúpulas-lienzos. Porque las mezquitas turcas siguieron la tradición bizantina de los templos cristianos con sus grandes domos y su planta en cruz griega, a diferencia de las mezquitas de la región del norte de África y del sur de España donde el cuarto de oración se resuelve en hileras de columnas que sostienen el techo de un gran recinto cuadrangular, o en forma de un patio a cielo abierto rodeado por un gran muro. Veo las mezquitas como un harem cupular custodiado por los alminares-falos esbeltísimos desde donde el almuecín llama o dirige la oración. Hileras interminables de pequeñas cúpulas se suman al harem, encuadrando un patio exterior. Un muro perimetral impide la visión hacia adentro. Observar a las mezquitas de lejos es entrar al cuento de Las mil y una noches e imaginar sultanes y scherezadas, alfombras voladoras y magos que salen de lámparas maravillosas, es entrar  a la cueva de Alí-Babá y encontrar un tesoro, es vivir un cuento. Ellas parecen flotar en el horizonte mágico de Estambul.
***
Entro a la Mezquita Azul, llamada así por los miles de mosaicos azules que cubren las paredes interiores y que reflejan un azulado resplandor en la inmensa sala de oración. Lo hemos hecho por una puerta lateral, que es por donde también entran las mujeres. La puerta principal es sólo para los hombres. Frente a ella, en el patio, hay unos lavatorios con varias llaves donde los hombres se lavan los pies, los brazos, la cara. ¿Dónde se lavarán las mujeres? Ellas van todas cubiertas, sus vestidos son muy amplios de tonos oscuros y cuando se quitan los zapatos, se quedan con unas calcetas gruesas y blancas amarradas a los pies: sólo parte de la cara queda al descubierto. Nos dicen que tenemos que quitarnos los zapatos y nos dan unas bolsas de plástico para guardarlos. Me da asco a pesar de que llevo calcetas y decido ponerme una bolsa de plástico en cada pie, pero una persona a la entrada me dice que no puedo pasar así, que debo quitarme las bolsas. Me las quito y entro. Siento la alfombra húmeda y pienso en lo sucia que debe estar de tantos años y de tantas personas que la pisan todos los días, pero después caigo en la cuenta de que está húmeda porque los que van descalzos se lavaron los pies antes de entrar y no huele mal. Por otro lado, todo el tiempo hay alguien limpiándola.
Entro a la Mezquita Azul, y en lugar de abrirse el espacio en toda su amplitud como lo había imaginado, me siento comprimida hacia el suelo sin poder abarcar con mi vista toda la extensión del recinto. ¿Qué está pasando? ¿Será que entramos por una puerta lateral y eso me da otra perspectiva? Una alfombra roja con motivos florales cubre toda la superficie del piso: ¡inmensa! Caminamos hacia el centro del llamado cuarto de oración y mi sensación permanece igual. ¿Habrá mucha gente, sobre todo visitantes, y eso impide mi visión? Un barandal de madera divide la mezquita en dos partes desiguales: una más amplia al frente, ahí donde se encuentra la quibla (una hornacina que señala la dirección de la Meca): es el espacio reservado a los hombres; otra más reducida ocupa la parte de atrás de la mezquita y delimita el espacio por donde los visitantes circulan. Pero todavía detrás nuestro, apiñadas contra la pared y cercadas por otro barandal de madera, veo a grupos de mujeres que rezan y se inclinan tocando la alfombra con la frente; escucho sus voces a diferencia de las de los hombres, que en grupos o solos los veo allá, a lo lejos, sin que sus murmullos lleguen hasta nosotros. Los hombres, los visitantes, y al último las mujeres; así funciona este lugar.
 Nos acercamos al centro de la mezquita para tener una visión más completa del lugar. Mi sensación no cambia, empiezo a sospechar lo que pasa: una inmensa estructura de metal sostenida por una maraña de cables está suspendida sobre nuestras cabezas: es un candelabro plano y circular con cientos de lámparas de colores que imitan las lámparas de aceite de otros tiempos. Aquí todo es inmenso, ya me cansé de repetir la misma palabra, pero el candelabro no tiene otro calificativo, bueno… podría decir descomunal, colosal, gigantesco; su circunferencia parece coincidir con la cúpula central que se encuentra varios metros arriba, pero su posición en relación al claro dejado es casi a ras de piso, por lo que sientes que algo te está comprimiendo contra el suelo. Los cables que la sostienen se cruzan en todas las direcciones posibles: unos perpendiculares, otros oblicuos, otros horizontales, de arriba a abajo, de un lado a otro, de las columnas, de las cornisas, del techo. Tengo la sensación de estar viendo esos postes de luz en alguna vecindad de la ciudad de México donde múltiples tomas salen a sus respectivos destinos sin que nadie sepa, bien a bien, cuál de ellos es el suyo. El conjunto es una gran telaraña que impide ver más allá de su absoluta oscuridad y fealdad: las cúpulas, los vitrales, la luz, toda la magnificencia de la mezquita se retrae a la región de lo invisible. La opresión es sofocante y el espacio frente a ti se dilata sin que le veas el fin. ¿Dónde queda ese resplandor azulado de que tanto se ufana la mezquita? Queda allá arriba, para quien pueda mirarla a cinco metros del piso, pues para nosotros los mortales que la miramos desde abajo, sólo nos queda la triste sensación de haber sido engañados. Y cabizbajos, porque no podemos hacerlo de otra forma, nos acercamos a una de las cuatro columnas acanaladas de mármol blanco que sostienen la gran cúpula. Son descomunales: deben medir unos tres o cuatro metros de diámetro. Me hubiera gustado rodearla con mis brazos o tomar de la mano a varios de los presentes y jugar a la ronda: “Doña blan-ca, está cubier-ta, de pila-res de oro y pla-ta, rom-peremos un pilar para ver a doña blan-ca”.
Adentro de la mezquita no hay casi ningún mobiliario ni adornos: se ve vacía. Mosaicos con motivos azules cubren las paredes y las bóvedas de las cúpulas, por eso le llaman la Mezquita Azul, pero ese es el nombre que le damos los extranjeros porque su verdadero nombre es otro: Mezquita de Ahmet, el sultán que la mandó construir. Y lo hizo precisamente en este lugar, frente a la iglesia de Santa Sofía, como un contrapeso a ese monumental edificio arquitectónico que en vano quisieron transformar en mezquita, para alabanza y gloria del propio sultán.  A pesar de las interferencias de las que hablé, dentro de la mezquita nos rodea una tonalidad azul muy suave que proviene del reflejo de la luz de los vitrales sobre los mosaicos azules que la recubren. Cristales emplomados en rojo, blanco, azul, verde, amarillo, dejan pasar una luz que se vuelve violeta al chocar con el azul de los mosaicos, y el oro, que abunda en los adornos, deposita su polvo dorado en cada partícula del aire.  Aquí, la paleta de un pintor tiene su paraíso.
Vuelvo a sentir el vacío. ¿De dónde viene? Lo primero que pienso es que casi no hay objetos donde detener la mirada y los pocos que hay no parecen estar dispuestos de una manera ordenada, sino más bien como aventados al azar: algo parecido a un púlpito recto y tieso labrado en madera por allá, en medio de nada; en otro extremo, una especie de plataforma sostenida por columnas de mármol colocada ahí, a donde sea, sin ninguna posición determinada, porque en este inmenso espacio no hay más frente que una minúscula hornacina que marca la dirección de la Meca pero, está tan aplanada a la pared,  que parece más bien pintada; si no sabes que está ahí, no la ves. Y la inmensa alfombra vacía… y yo sin poder llenarla porque nada en ella reconozco y me pierdo. Giro la cabeza de un lado a otro sin que mi mirada se detenga en algo, sigo perdida: no tengo de dónde asirme. Aquí se pierde la perspectiva; todo se ve lejos; lo cercano es solamente lo que puedes tocar. ¿Dónde algún signo que me indique la presencia de un dios?  ¿Dónde estoy YO para empezar si mis pasos se ahogan en la mullida alfombra? Aquí sólo hay un gran vacío para el extraño y esto es desconcertante. Siento un mareo espiritual difícil de describir. Algo me avienta hacia afuera. Es absurdo, ¿venir desde tan lejos para conocer este lugar y luego quererme ir apenas llego?  Permanezco ahí a pesar de que desearía salir y volver a mi cuento de las mil y una noches, a todo lo que imaginé cuando la veía de lejos.  Y pongo cara de que “estoy bien”, cuando en realidad no lo estoy. ¿Hará alguna diferencia venir en viernes cuando se dirige la oración desde la plataforma? Entonces los hombres ocupan gran parte de la sala de oración y formados en filas, rezan, se inclinan, tocan con sus frentes la alfombra. ¿Una simulación de orden o realmente se logrará imprimir algún sentido a este espacio? Su cuadriculado efímero sostiene mis dudas en la imprecisa región de lo posible.


No hay comentarios: