viernes, 2 de septiembre de 2011

Estambul 11 (Mercado de las Especies)

En este lugar espero algo. Es difícil desprenderse de una expectativa cuando algo forma parte de tu cultura.  Por otro lado, tiene el mismo nombre: “mercado”. No puede ser tan diferente de los mercados que abundan en México. Así que,  ¿qué espero?: espero encontrarme con formas y colores. ¿No olores, me dirán? También, pero son siempre los estímulos plásticos los que me atraen en primera instancia.  Entrar ahí me produce el mismo placer que siento al abrir un estuche de pinturas: el golpe cromático que me atraviesa llena mis retinas de sensaciones psicodélicas. Si no son esas pastillas de acuarela, son los tubos emplomados de los aceites, o las tierras en frascos o cajas de madera lacada, o cajas de lápices de colores que exudan aromas de madera. Pero el Mercado de las Especies ofrece colores que saben a semillas, a flores, a frutos, a hojas, a tallos. Dos hileras de pequeños locales dan a un pasillo central. Estamos dentro de un espacio cuadrangular techado. Esta misma distribución se repite a lo largo de dos pasillos laterales y uno al fondo: cada local es distinto e igual a la vez, parece una repetición hasta el infinito de lo mismo, pero si nos fijamos bien, cada uno tiene algún detalle que lo diferencia. En todos podemos ver unos cajones de madera o unas vasijas redondas de barro acomodados formando una cuadrícula escalonada o un solo piso; cada recipiente contiene un producto diferente: azafrán turco, azafrán indio, tomillo, pimentón, canela, orégano, chile, pimienta, nuez moscada, clavo, albahaca, ají: pulverizados como si fueran tierras listas para ser mezcladas con agua o aceites en la paleta de un pintor:  montoncitos marrones, púrpuras, rojos, carmines, naranjas, amarillos, ocres, cafés, verdes, rosas, blancos, negros, pardos: un arcoíris de olores y sabores, crestas de semillas, flores, hierbas y frutos. Me viene a la mente una fotografía del mercado de Goa en la India, donde se ven montañas de tierras de colores, cada una en su cajón de madera,  formando una cuadrícula multicolor que me fascina: son óxidos, cobaltos, cadmios, añiles, zinc, mercurios, arsénicos, titanios, cobres, plomos. Son como los pequeños cuernos que Dalí imaginaba en sus sueños, o un gráfico 3D del Nudo Mixteco en México.
Unas repisas llenas de botellas de cristal tapizan el fondo y las paredes de cada local.  Me recuerdan las antiguas boticas donde se guardaban una gran variedad de sustancias: bálsamos, lociones, cremas, sales, geles, extractos: para la reuma, la artritis, el entuerto, la neuralgia, la bilis, y que todavía podemos encontrar en muchos lugares de México. Pero en el mercado de las especies se guardan otras sustancias: aceite de ajonjolí, de oliva, de girasol; vinagres balsámicos, de vino, de manzana, de yema, cafés y tés de todos lados del mundo. Las botellas llevan el nombre y su procedencia. Cadenas de chiles y hongos secos cuelgan del techo como guirnaldas. Cataratas de flores secas y de pimientos, de chiles de árbol y de guajillos caen sobre el mostrador.  Racimos de mazorcas de maíz amarillo simulan una espiga de trigo.  Esponjas de mar se entrelazan formando collares. Ningún puesto es dejado al azar: todos tienen algo especial que lo diferencia de los demás: ese vaso de cristal cortado con flores naturales, esa maceta con helechos, esa pecera de agua dulce con peces de colores. Cada locatario se esmera en tener el puesto más ordenado, el más adornado y el más limpio. Riscos de turrón blanco incrustados con pistaches, cacahuates y almendras se apropian de un lugar especial junto a una gran variedad de dulces, biscochos,  caramelos, dátiles, nueces, galletas, chocolates y frutas secas. Un mundo de diferentes texturas y colores invaden mis sentidos, como esa tienda de artículos de arte a la que fui en Ámsterdam  y que nos dijeron era el lugar ¡donde Van Gohg compraba su material! Ahí se veían hileras de estantes de finas maderas con cientos de tubos al óleo, abanicos de pinceles en bastidores de madera, lienzos y lienzos de papel apilados unos sobre otros durmiendo su sueño blanco en largas criptas horizontales esperando ser resucitados; tintas, acuarelas, acrílicos, libros, solventes, gomas, caballetes, lápices, carboncillos, navajas: todo un deleite para los sentidos. Aunque no necesitaba nada, no podía dejar de comprar algo, lo que fuera de ahí, lo importante es poseer, poseer, poseer a la pintura en toda su dimensión, encontrármela cuando abro un cajón, saber que los lápices están ahí listos para ser usados, las puntas afiladas, el papel… soy la gran avara del dibujo, la pintura y sus materiales. Abro esa caja de lápices de colores que tanto anhelé, me extasío en su contemplación, me pierdo en las afiladas líneas de cada lápiz y lo saco siguiendo un ritual casi sagrado, lo sostengo en la mano entre mi dedo pulgar e índice y siento lo liviano de su peso, huelo la madera que lo envuelve, y trazo un línea sobre el papel, el color aparece casi mágicamente cuando el sonido terroso de su pigmento se pone en contacto con el papel, el olor que despide la madera, la tinta, el papel; papel delgado de arroz, papel-tela fabriano, grueso lino, rebelde mohawk, resbalosa opalina, rugoso cartón, oscuro kraft, claro bond; entonces aparece ese primer rasgo que arrastro en zigzag sin pintar nada en especial, sólo admiro el color dejado en el papel;  luego, tal vez, ese pequeño oasis de color se convierta en ala de pájaro, silueta de montaña, árbol, mirada.  Ante esta profusión de colores y texturas que nos remiten a Van Gohg no es extraño encontrar entre los textos de Deleuze la siguiente afirmación: “Amsterdam, ciudad desenraizada, ciudad-rizoma, con sus canales-tallos, donde la utilidad se conecta con la mayor locura”. Una de las máquinas de guerra comercial más grandes nunca vista, con toda su formación utilitaria y racionalista, produce uno de los más grandes genios de la Historia del Arte en la línea de la locura. Salimos del mercado de las especies y nos sentamos a disfrutar un té de manzana servido en un hermoso tarro de cristal. 
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