Mañana sale nuestro vuelo de regreso a México. Pasamos la tarde deambulando en el centro histórico sin rumbo fijo tratando de absorber las últimas imágenes de la ciudad. Tras doblar una esquina nos encontramos con las tres cúpulas de Santa Sofía oscurecidas por el atardecer: sus siluetas contrastan con la claridad del cielo que le sirve de fondo. Estambul y su marca. Pero, ¿dónde queda el otro Estambul, el que está fuera de la mirada de los turistas, más allá del centro histórico y de sus principales avenidas? Lugares que se ven de pasada entre los recorridos y que seguramente muestran otra cara de la ciudad. Barrios que ya no visitaré pero que puedo reconstruir: tal vez un fragmento me pueda hablar de un todo. Correré el riesgo, pues es ahí donde vive la mayoría de sus habitantes y su aspecto me recuerda a algunas colonias urbanas de México. Es como si la medianía se cubriera con los mismos ropajes en todo el mundo: las mismas paredes descascaradas y sin pintar, ventanas descuadradas y astilladas, cables de luz enmarañados y sueltos, antenas redondas como chupones de teléfono o ¿de televisión? que sobresalen de las paredes y no sobrepuestas en las azoteas como en México; los mismos tendederos de ropa de una ventana a otra, viviendas abandonadas dejadas de la mano de Dios y de los hombres, edificios a punto de caerse a pedazos, negros, oscuros callejones mugrientos, vidrios rotos, pilas y pilas de llantas viejas sobre la banqueta, macetas-basureros, sillas de plástico o de lámina para tomar el fresco, techos de dos aguas con sus tejas planas de color rojo ennegrecidas por el paso del tiempo, chimeneas ruinosas, tiendas minúsculas de vecindario con cajas de refresco a la entrada, letreros de todos tamaños, formas y colores, la parada de autobús con su banca y su techo de policarbonato, papeles y basura tirados por doquier que vuelan al primer viento, coladeras abiertas esperando tragarse al primer distraído que pase, rejas protectoras en puertas y ventanas, cables de todo tipo crucificando los edificios, cajas de aire acondicionado grasosas y polvorientas de años, techos de lámina acanalada y de asbesto detenidas con piedras, objetos viejos abandonados en las azoteas, paredes cochambrosas de tiempo, el carrito de comida en la esquina, perros sueltos husmeando por los rincones, escalones derruidos o a medio terminar, adornos navideños de años anteriores desteñidos y rotos cubren las ventanas opacas de sucias; escobas, trapeadores y toda clase de artículos del hogar se colocan al aire libre sobre la caja del aire acondicionado del de abajo; enredaderas secas abrazan a los edificios sin que nadie se digne a quitarlas; postes a medio caerse y chuecos sin lámparas ni nada que les dé un sentido; jardineras de cemento que se transforman en bancas y basureros de tierra.
Sin embargo, cuando miro esta misma calle al crepúsculo de una tarde en Estambul, no puedo dejar de admirar los reflejos rojos y dorados que el Cuerno de Oro proyecta en las paredes y las ventanas de las casas, ocultando su fealdad. El paisaje me transporta a Viena y a una pintura: Casas con coladas de colores de Egon Schiele, expuesta en el museo Leopold de Viena. Viena-Estambul, pero, ¿qué pueden tener en común estas dos ciudades tan dispares? Y aquí una relación minúscula pero inmensa que las superpone y que abarca a toda una ciudad: la luz, que en su maravillosa cualidad reflejante, cambia los tonos de las cosas y hace surgir colores que te procuran sensaciones similares. La pintura nos muestra los muros ruinosos de una Viena que también tiene su propia pobreza a las orillas del río Danubio, en tonos naranjas, amarillos y ocre, con los tendederos de ropa al aire. Vista que pocos turistas llegan a conocer porque el paseo habitual son las grandes avenidas y los edificios monumentales, las fuentes y los jardines reales. ¿Dónde estarán estas casas? ¿Dónde las vio y las vivió este pintor singular? No importa: la miseria y la pobreza de la Viena de principios de siglo quedaron plasmadas en sus pinturas, así como ahora me despido de un Estambul que tiene su propia dosis de humanidad y de dolor.
***
Dejo Estambul. Me encuentro nuevamente en el aeropuerto de regreso a México. En un puesto de periódicos veo la fotografía de una mujer que viste la famosa burka sentada en el lado del copiloto de una camioneta. A pie de foto se lee: “Refugiados huyen de Paquistán”. La burka. Estoy dejando un país islámico y caigo en la cuenta de que no he hablado específicamente de esta vestimenta, ¿o sí? Y es que no vi ninguna en Estambul. En la foto se alcanza a distinguir el género de la tela pues tiene el brillo inconfundible de la seda: un diseño a rayas alternando el rojo y el perla le dan un toque de exquisita finura. Con ella, la mujer va totalmente cubierta de la cabeza a los pies. Una malla frente a la cara le sirve de mirilla, única ventana a través de la cual se comunica con el exterior. Me pregunto si este atuendo es todo lo aberrante que nos parece a los occidentales, y qué ventajas le podría dar a quien la usa.
El cubrirse la cabeza no es algo específicamente islámico: en muchas partes del mundo tanto hombres como mujeres se cubren la mayor parte del cuerpo incluida la cabeza, aunque para ello usen prendas tan diversas como sombreros, túnicas, capas, rebosos, velos, etc. El vestido es, pues, una manera de protegerse contra algunos elementos de la naturaleza. En estas latitudes la arena y el viento combinados constituyen elementos sumamente agresivos. La arena… ese elemento maravilloso y a la vez pernicioso: tan cálido e inofensivo en una playa, punzante e inhóspito cuando lo arrastra un fuerte viento; partículas milimétricas e informes de mineral que fluyen y fluyen, que nunca descansan: es la asepsia total donde ni plantas ni animales pueden vivir, espacio liso e incontrolable, fuerza de lo informe que invade todos los resquicios y nunca se detiene.
La arena del desierto es una fuerza destructiva que lija sin cesar las puntas de los nervios, que lastima los ojos, pica las mejillas, llena las fosas nasales obstruyendo la respiración, silencia las bocas, aturde los sonidos. Viento y arena: mala combinación, y el hombre respondiendo a ello con lienzos de tela que cubren su cuerpo y casi la totalidad de la cara, apenas una rendija en los ojos: velos de los hombres del desierto del Sahara: los tuareg con su vestimenta del color del cielo, la misma intensidad de azul en las burka iraníes, recuerdo de ese cielo que encontramos en el desierto africano y que se extiende por todo el Medio Oriente. Cubrirse el cuerpo y la cabeza para que la arena no lastime, el sol no queme y el frío no congele. Se diría que la burka surge en primera instancia como una respuesta a la adversidad de la naturaleza. Entonces, ¿en qué parte del camino se llenó de connotaciones morales y religiosas?
Perdido en el tiempo de la historia de los pueblos nómadas, encuentro el interesante dato de que la burka tiene un origen religioso pre-islámico que simboliza la pertenencia a Dios, no al hombre: el de ser un signo de respetabilidad que distingue a las mujeres libres de las esclavas. “Mostrar el cuerpo se relacionaba con la condición de mujer sometida al hombre, esclava o prostituta”. Este sentido religioso se mantuvo igual por mucho tiempo hasta que llegó Mahoma y sustituyó la persona de Dios por la suya propia, evento que luego se hizo extensivo a todos los hombres casados bajo el signo del islamismo. Se dice que Mahoma, al no darse a basto para atender el gran número de personas que lo iban a consultar, decidió que también sus esposas podían ayudarlo, pero para ello, y siendo ellas jóvenes y bonitas, tuvo que cubrirlas para que no fueran molestadas. Así que la cosa quedó de la siguiente manera: Usar la burka simboliza la pertenencia de la mujer al hombre “de la casa” (que ya no a Dios), y no al hombre de la calle. La segunda parte del sentido religioso de la burka quedó igual: “Mostrar el cuerpo (no usar la burka) se relacionará con la condición de mujer sometida al hombre de la calle, al “otro”, no al dios-marido, y las señalará como esclavas o prostitutas”. En esencia, la cuestión no ha cambiado desde sus orígenes: la mujer, independientemente de su condición o estado civil, esposa, esclava o prostituta, vive el sometimiento de alguna manera, lo único que cambia es el dueño. Al ocupar el marido el lugar de dios se está apropiando de una tradición milenaria (muy convenientemente para él). Y como dicen… aquí fue dónde “la puerca torció el rabo” pues, qué sentido natural, qué sentido original, qué simbolismo, qué pertenencia a Dios, si la burka queda reducida a ser un signo de poder del hombre sobre la mujer. Pero esta costumbre no habría sobrevivido al tiempo si no fuera porque en sus entrañas corre la fuerza de una tradición milenaria. Me parece que es este sentido trascendente el que soporta y anima una costumbre que a muchos de nosotros nos parece absurda y denigrante, pero que a las mujeres del mundo islámico resulta natural. No usarla, sería reconocer que se pertenece a una clase repudiada por su sociedad: la de una esclava, o la de una prostituta. Cada pueblo tiene distintas formas de transmitir sus mensajes a los demás miembros de una comunidad, lo único que varía son los signos. Si alguien trasgrede la norma tendrá que vivir fuera de esa sociedad, o la sociedad misma lo expulsará.
Ahora veamos, independientemente de su sentido natural y religioso, ¿qué hay detrás de la burka que la hace fascinante? ¿Por qué alcanzo a percibir en ella una fuerza positiva que surge del encuentro con lo Otro, en el espacio de lo oculto y misterioso, poder del espacio liso del que ya hablé y que permanecerá incomprensible, irreductible y extraño para la cultura occidental?
Me imagino un paisaje desértico con cientos de mujeres iraníes de pie alineadas a cierta distancia entre sí. Visten la burka azul típica de la región, con sus tablones laterales perfectamente planchados y la malla de tejido deshilado desdibujando sus rostros. La imagen desde el cielo me parece la de unos brotes delgados como agujas sobre un fondo amarillo. Espinas contagiadas de la intensidad del cielo. Pequeños cuernos de Dalí repitiéndose hasta el infinito. Campo de órganos en Tehuacán, donde millones de cactáceas columnares crecen sin medida en una tierra desértica que abarca miles de kilómetros cuadrados en una de las reservas más grandes del mundo. Colinas espinadas suben, colinas espinadas bajan sin que se les vea el fin. El sonido de millones de insectos acompañan a estos gigantes intensificando la repetición de lo mismo en el orden de lo auditivo y lo visual. Antenas orgánicas captando extraños mensajes del exterior, escritura braille de una lengua ya olvidada, vellosidades de la tierra que tirita de frío o de miedo en el valle desértico de Tehuacán. Guerreros de Terracota en China. Protuberancias de barro alineadas en escuadrón. Caballos y carros de guerra los acompañan. Cada uno es distinto, y sin embargo, a la distancia, los rostros se desdibujan formando un todo monstruoso con múltiples cabezas. El avance rítmico y lento de sus pies levanta el polvo del desierto y los tentáculos de sus brazos sostienen un mar de lanzas como erizos en movimiento: la fuerza de la masa sobre el individuo, mole humana acechando el entorno impidiendo el paso a quien quiera acercarse a la tumba del emperador. Los miro a lo lejos y me olvido de las posibles intenciones que tuvieron sus constructores: el espectáculo es indescriptible en el orden de lo intensivo: una fuerza sobrenatural cimbra mi cuerpo y me siento liviana, como hecha de polvo. Permanezco inmóvil a la orilla de la tumba que guarda sus cadáveres y me sorprendo oyéndoles hablar. Algo me quieren decir aunque hablen con signos para mí desconocidos. Excrecencias de la fuerza irracional de la tierra que siguen un diseño espinoso y repetitivo como esas cactáceas en el valle desértico de Tehuacán, como las velas encendidas en San Juan Chamula, como estas figuras-protuberancias enburkadas que estáticas permanecen sobre la arena caliente y pedregosa en un desierto iraní.
Regreso con las mujeres y sus burka, pero ahora las veo caminar en una ciudad cualquiera. Son una marea azul que se mueve incesante entre calles tortuosas y plazas ciegas. Su ritmo me contagia meciendo mi cuerpo. No sé la razón, pero comienzo a tararear una melodía sin sentido en la caverna de mi boca que sólo yo puedo escuchar. El ruido de la calle y los coches envuelven a la marea azul, pero ésta, como un río que sigue su flujo sin importar lo que le rodea emite sus propios sonidos electrónicos. Son el espacio liso moviéndose dentro de otro espacio liso: el de la ciudad sin un trazado regular y fijo, sin marcas. Mancha azul de moléculas fluctuantes, partículas brownianas sin diferencias que las individualicen. Poder de la masa que arrastra: la violencia del número sin rostro: el anonimato. Pues, ¿quién se encuentra detrás de la burka-máscara? ¿Hombre o mujer, vieja o joven, ordinaria o extraordinaria, acaso alguien que busca ocultarse deliberadamente? La ventaja del que se oculta: una forma de invisibilidad de lo visible: desdibujamiento del rostro que uniforma lo diverso, saco azul: homologador azul; pero este que se oculta sí ve: visión panóptica que permite observar sin ser observado: eso es la burka. Apropiación del código masculino de dominación del sistema carcelario llamado Panóptico, triángulo del ojo de Dios que todo lo ve sin ser mirado. Torre cilíndrica alrededor de la cual se distribuyen las celdas de los prisioneros que, como abejorros negros purgan su sentencia aislados del mundo y de sus compañeros, pero no del vigilante que los contempla desde la torre sin que ellos puedan verlo: las mirillas, apenas unas rendijas del tamaño de los ojos del que ve, la celda del prisionero que sólo ve una torre donde se sabe vigilado, círculo maldito de miradas que aíslan a su presa. Pero el vigilante siempre ve, poder panóptico de la distribución del espacio. La mirilla de la burka-torre empodera a la mujer que está detrás. Poder sutil pero efectivo que va en la línea de lo femenino pero que se apropia del código masculino de dominación: poder andrógino. Como si fuera un elemento que, lejos de haber sido impuesto por el hombre, lo hubiera adoptado la mujer como una forma de adaptación al medio adverso: medio que busca resquebrajarla y humillarla: si no es el viento-arena del desierto que perfora el rostro hasta hacerlo sangrar, es el viento-arena de la mirada de los hombres que punzan la carne hasta abrir un boquete por donde introducir su deseo: deseo largo e hiriente como la arena arrastrada por el viento. Pero la burka no es sólo coraza, también es visón panóptica: ver sin ser visto: tentáculos de medusa con ojos en las puntas introduciéndose ahí donde la mirada está prohibida, en el conocimiento de aquello que sólo sale a la luz cuando se sabe solo y que representa un poder para ser usado “luego”. Sierpes retorciéndose entre las fisuras de cavernas ocultas y lejanas que revientan los sacos de su precioso tesoro para llevárselo a su guarida. La ventaja del que ve sin ser visto tiene un valor positivo: se mueve sigiloso, toma por sorpresa, aventaja a su víctima, y casi siempre consigue su objetivo.
La burka no sólo es invisibilidad, también es anonimato. ¿Quién mira detrás de la rejilla? Al que no tiene nombre no se le puede aprehender: no tiene registro, ni lugar, ni tiempo donde ubicarlo. Se escapa por la vía de la invisibilidad, línea de fuga civil que borra un acta de nacimiento, máscara-pasamontañas del Sub Marcos: rostro inventado por la mente de una mujer montado a caballo, rostro que habla por el sonido y el sentido de sus palabras, y no por sus rasgos, rostro blanco entre rostros morenos que sólo pueden resaltar su blancura, dilución del individuo en la poza comunitaria de los altos de Chiapas. El sin rostro no habla en nombre propio, habla en nombre de todos y nunca es uno mismo. Detrás de la burka están todas las mujeres, nunca una especial. Por eso la incongruencia de ese pasaporte iraní que muestra la fotografía de una mujer usando la burka con un nombre, una fecha y un lugar de nacimiento. ¿…? Mejor sería no darle ese derecho, pues es quitárselo de la peor forma.
Se puede decir que la burka es un arma “blanca” aparentemente inofensiva que se mueve en la línea de la “fuerza del débil” porque detrás de ella puede estar “cualquiera”. Burka-pasamontañas, burka-cueva de Medusa, burka-mezquita, burka-cisterna de Yerebatan, burka-trinchera de un posible terrorista que disemina el miedo en una estación de ferrocarril, en un mercado, en el metro de cualquier ciudad. Miedo disfrazado de derechos humanos que produce risa, miedo sudoroso que moja el corazón de los Otros, amarillo bilioso que se llena de prohibiciones inútiles y desacelera la carrera loca del tiempo. Miedo: pozo donde germinan los sistemas autoritarios.
La burka: poder que se mueve al ritmo azul de un río que fluye con insistencia horadando certidumbres.
Burka-cúpula de seda, burka-cúpula-pañoleta, burka-cúpula-lienzo.
Burka: cúpula que se tiñe de bronce una tarde de Estambul.
***
Dejo Estambul.
El misterio permanece.
Seducción de lo Otro, nos diría Baudrillard.
Puebla, otoño de 2008.
No hay comentarios:
Publicar un comentario