martes, 5 de octubre de 2010

SER MAMÁ.

Las tres edades de la vida  de Gustav Klimt
            Quiero recordar aquí algo que el tío Jorge un día me dijo y me hizo sentir muy bien. Una sensación que me sigue alentando y que de alguna manera marcó mi vida.
Era la época en que los adultos no hablaban con los niños, y para mis hermanos y mis primos era un gran acontecimiento que nos tomaran en cuenta. Nos hacía sentir importantes.
Pues ese era el tío Jorge, el muy amado y querido por todos.  Alguien que nos trataba como adultos, nos llevaba de viaje, nos llevaba al cine y al teatro, al grito el 15 al Zócalo, nos platicaba de libros que estaba leyendo y de lo que pensaba de la vida. Le encantaba la ópera porque decía que la voz era el instrumento musical más sublime del hombre.  Él amaba la vida más que nada en el mundo.
Pero lo que hoy quiero decirles tiene que ver con lo que él pensaba de la mujer, así, en general. Para él las mujeres eran lo máximo, lo cual nos halagaba por lo que nos tocaba por ser mujeres, y por otro lado, la gran admiración que sentía hacia las mujeres que eran madres. Nos decía que de todas las actividades que el hombre realizaba en este mundo el de ser madre era la más importante. Y cuando lo decía, no se refería como muchas personas lo hacen cuando hablan de este tema, a su mamá; no, él hablaba de las madres-esposas, y eso era lo importante, pues nos permitió relacionar la palabra “madre” con alguien joven, bonita e inteligente como la suya.  Entonces pensé que no había mujer más feliz sobre la tierra que mi tía Laura.
Fue en ese momento que mi visión de la maternidad se enriqueció con una que venía de fuera. Como que nadie reparaba en “ese papel tan importante” que muchas mujeres íbamos a jugar en nuestras vidas.  Pero más importante fue que lo reconociera un hombre. Eso fue lo que me gustó. Un hombre que se expresara así de su mujer. ¿Alguna vez mi esposo hablaría así de mí? ¡Qué bonito sería que todos los esposos hablaran así de las madres de sus hijos! Por ejemplo, yo nunca lo había escuchado de mi padre y para el caso, de ningún otro hombre. Recuerdo que esto nos lo expresó estando él manejando su vochito. Yo estaba en el asiento de atrás y sólo pude responder con mi silencio (ante el asombro de semejante revelación) y una sonrisa de felicidad. Ser lo que siempre había querido ser representaba el más alto de los quehaceres en este mundo, y ya podía estar orgullosísima de serlo pues alguien querido y admirado, un hombre, lo reconocía.   

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