jueves, 23 de agosto de 2012

"Malena en ...". C. X: La hebras del Diablo.

         A la tía menche se le había quedado pegado en el cuerpo el deseo de tener un hijo, y su piel rezumaba un líquido que al endurecerse la llenaba de costras. Y es que cuando el hijo esperado no llegaba, lloraba por cada uno de los poros de la piel, y no había consuelo que valiera ante lo imposible, ante ese pequeño dolor en el vientre que anunciaba el inminente fracaso de eso, eso que mes con mes ella había venido tejiendo con infinita paciencia, impotencia del cuerpo, imperfección del cuerpo, vacío del cuerpo que la tía menche llenaba bordando: hilos van, hilos vienen, cada puntada tejiendo lo que la naturaleza destejía, adopte un niño mi doña, no quiero, por qué no, porque lo quiero mío, que sea de mi sangre. Ella no puede tener hijos y en cambio, su hermano rubén, ¡tiene diez! Préstame al roni, le dijo al hermano, con tal, tienes tantos que ni lo vas a notar. Para cuando roni se fue a vivir con la tía menche, ya vivía sola porque las fuerzas se le habían acabado para sostener un marido que no le había dado hijos. Las costras se le fueron curando pero ella siguió bordando como cuando la aguja y el hilo le sacaban la angustia del cuerpo. Y es que sus fracasos… la tía menche los conjuraba bordando con hilos de seda en costuras perfectas. Y no conforme con el primer hijo, la tía menche le pidió al tío rubén también a la niña, a la pequeña, a la lucecita de la casa, que vestida de crinolinas se la llevaran todos los días. “Nada más regrese de la escuela, me la traen, acá come, acá le ponemos su batita almidonada con mangas de mariposa para que no se manche, acá hace su tarea, no se preocupen, yo me encargo, y luego me la llevo a la repostería, ya ven que trabajo ahí por las tardes y luego, se las regreso”. Y para que no se aburra la niña en la tienda la tía le enseña a bordar. Y le presta los hilos de seda, las telas finas y las agujas: “que borde un patito porque es fácil y a la niña le gusta”. Ella tiene cinco años y ya sabe bordar. Y a ella le gusta, pero hay algo que no, y es algo que su tía le dice: “no puedes desperdiciar ni un cachito de hilo,  porque todas las hebras que tires, cuando te mueras, va a venir el diablo, las va a recoger, y te va a ahorcar con ellas”. A la niña le sudan las manos, piensa en el diablo y ya no puede dormir. Y en lugar de decir sus oraciones, se imagina al diablo recogiendo las hebras, armando una cuerda,  esperando a que se duerma para poderla ahorcar. ¿Quién va a saber que murió ahorcada si el hilo es invisible? Cuando se ponía a coser miraba el suelo con terror al ver los pedazos de hilo regados: “son tan pequeñitos”, pensaba, pero el diablo es astuto y busca la manera de alcanzar sus objetivos. Poco a poco con el pie los empuja debajo del mostrador para que la tía no los vea y así su conjuro no surta efecto. Mientras, la tía está distraída atendiendo a los clientes y no la ve. Y así burla a la tía que seguro trabaja para el diablo; pues, ¿no le dijo un día que no desperdiciara los hilos pues eran de seda? Del bordado al suelo, del suelo a la tía, de la tía al diablo, del diablo a su persona hasta que ya “no da una”.  El hilo se enreda, las manos le sudan, la aguja se atora, la tela y el hilo se ensucian, se fruncen las puntadas: “¡qué porquería!”, dice la tía y le da un coscorrón, y la niña llora dejando sobre la silla la labor. Si no es por una cosa, es por la otra, si cuando empieza la costura, o cuando la acaba. El caso es que siempre hay algo que le impide hacerla perfecta: si porque ya se acabó el hilo y no ha rematado la costura: la cosa ya se amoló; o cuando hay que hacer el nudo, y de tanto hacerlo y no hacerlo porque se zafa, la cosa ya también se amoló. Me cuenta cómo mojaba el dedo índice con saliva para que el hilo se pegara, se enroscara y formara el nudo: pero no siempre funcionaba. Había que volver a empezar. El hilo ya está negro de tanta saliva, y aunque siempre se lava las manos, no sabe de dónde sale la mugre. No puede ser otro que el diablo el que echa tierra en su lengua. Vuelve a lavarse las manos, pero ahora, ¡seguro no podrá hacer el nudo! porque los dedos limpios no sirven, el hilo se resbala y no se puede torcer. Así que lo vuelve a ensalivar ensuciando el hilo y volviendo al mismo cuento de nunca acabar. Ahora el patito ya no es amarillo, es pardo y no lo va a poder ocultar cuando la tía le pida que se lo enseñe, y mira a la tía con miedo porque sabe que vendrá un coscorrón… y sí,  llega. “Eso no sirve, hay que desbaratarlo y volverlo a hacer”. Coge las tijeras y lo empieza a desbaratar. Saltan los hilos de la costura llenando el suelo con sus hebras. La niña llora porque le desbaratan su trabajo, llora porque ahora hay más hebras en el suelo, llora porque se quiere ir a  casa con su mamá y sus hermanas.
         Bueno, así más o menos iba la historia. Y como pueden imaginarse, pues era una historia horrenda para contársela a una niña de cinco años.  Si yo, de diez, ¡apenas dormía pensando en las “hebras del diablo”! Y lo que sucede es que el diablo era la figura preferida de padres y monjas para aterrorizar a los niños para que hicieran lo que ellos querían que hicieran: si no comes, viene el diablo, si no te portas bien, te lleva el diablo, si te ves en el  espejo mucho, se te aparece el diablo, etc. Y creo que de todas estas amenazas, la del espejo era la peoooor, pues jurabas que se te iba a aparecer ahí, frente a ti, en el espejo, cerquitita, espejito, espejito, dime, ¿quién es la más bonita? Y ya no sabías si te quedabas hipnotizada viéndote en el espejo para ver cuándo aparecía el diablo, o si te quedabas viendo sólo por verte. Creo que la vanidad pasaba a un segundo plano, y lo único que importaba en esos momentos, era aguantar el tiempo suficiente para que se apareciera y comprobar con ello la verdad de la amenaza. El problema era que nunca te esperabas lo suficiente. Era una tensión entre “verte”, y esperar ver al diablo, en la que nunca ganabas: pues ni te veías, ni veías al diablo. A las muñecas también las poseía el diablo. Era un run run entre las primas que las muñecas cobraban vida en la noche y te ahorcaban, por lo que antes de acostarte las tenías que guardar en el clóset cerrándolo bien para que no se salieran. Si se te olvidaba alguna fuera, seguro que esa noche no dormías… pues una vez acostada, por nada en el mundo te levantabas a guardarla, pues hubieras tenido que ¡tocar a una muñeca viva!  Este cuento era una especie de copia de las hebras del diablo: muñecas, espejos, bordados, cosas del mundo de las mujeres-niñas, que tejen su mundo con hebras, con miedos, con diablos y muerte, encerradas en cuatro paredes para que no salgan, para que se porten bien, para que nadie las engañe y les quite su virtud.

Continuará. 


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